En la tenebrosidad de su habitación, un rincón oscuro, vacio, solitario y sombrío, allí estaba él, de píe, esperando. El mundo continuaba su cauce natural, la vida pasaba a través de interminables segundos, minutos, horas y los eternos y lejanos meses y años, y él seguía esperando. La lluvia emanaba de sus entrañas, una lluvia sin fin, sin sentido, una lluvia seca y vacía.
La mitad del tiempo la soledad le invadía, colmándolo de incertidumbre, de dolor, de desesperanza. Aquel con cuyos actos estaba destinado a salvar y proteger a su progenie, a librarla y ponerle fin a su sufrimiento, se veía desnudo y derrotado incluso antes de la batalla. Mientras él seguía esperando.
Su constante espera lo condujo al odio, uno tan profundo y puro, irrefrenable e incontrolable, falto de perspicacia e inteligencia, un odio visceral, dulce y agrio, que se convertiría en su compañero de viaje, en su refugio, en su razón de vivir. Se volvió un misántropo, un ermitaño de la oscuridad y lo siniestro, rechazó a la humanidad, así mismo.
Ya no era él, era otro, un ser paralelo que lo acompañó de la mano durante toda su vida, y al cual decidió rechazar e ignorar por ser despreciable y triste. Al fin ese otro yo lo invadió e inexorablemente se apoderó de su vida, de todo su ser.
Su existencia era como una noche de tormenta, donde no hay luna que de luz a esa densa falta de color, donde no hay estrellas que te recuerden que la soledad nunca es en sí misma sola, que es fruto de unos ojos cerrados que se niegan a abrirse y a contemplar lo que les rodea y, sin darse cuenta, las parcas decidieron su destino dejándolo invisible, inexistente, en la nada.