Dentro de casa todo está en silencio, es como si cualquier rastro
de vida se hubiese esfumado al igual que una brisa que llega, te atraviesa de
pies a cabeza y, luego, huye veloz, sin darte tiempo si quiera a rozarla con la
punta de los dedos.
El ambiente se torna de una gran letanía, de una pausa tan
intensa que casi parece que el tiempo no avanzara. Nosotros estamos en medio,
dispuestos al lado de la ventana, uno frente al otro. Yo con su camiseta
puesta, oliendo el rastro de su perfume, degustando con mi piel los restos de
su esencia en la ropa, el pelo enmarañado, con mi cuerpo tibio y húmedo. Le
miro.
Él está al otro lado, en calzoncillos, anhelándome con cada uno de sus gestos,
con una fina capa de sudor sobre sí, inmóvil,
pensándome, indagándome. Queriéndome.
Solo nos miramos el uno al otro, sin mediar palabras, sin
movimiento alguno y, sin embargo, nos decimos todo. Con cada parpadeo es como
si nos entregáramos a amarnos apasionadamente, regalándonos cada milímetro de
nuestro ser.
Fuera se escucha la lluvia típica de los días de calores abrumadores. En el interior
parece que esperamos a que cese, a que las nubes se dispersen. Mientras tanto
recuperamos fuerzas, tomamos aliento, aguardamos con impaciencia y cuando el
color gris se disipe volveremos a ser uno.