Ahí estaba
él tras cinco largos años de ausencia, el mismo corte de pelo, esos inmensos
ojos claros, la máscara de hombre duro,
la belleza de antaño impoluta pero ya no era, había cambiado.
Durante
mucho tiempo me pregunté cómo sería el reencuentro, de haberlo claro está,
pensé una infinidad de veces en la reacción al cruce de miradas, esas
familiares y, simultáneamente, ajenas miradas, en el modo en que se comportaría
mi cuerpo al tacto del suyo aunque, principalmente, me preocupaba cómo se
sentiría mi corazón al besar esos pequeños labios que mucho tiempo atrás casi
amé.
Él llegó
tarde al que igual que hacia siempre cuando, en otros tiempos, nos dábamos cita. Yo esperaba en la puerta de
su casa, única testigo de lo que sucedió entre nosotros, medio ansioso, medio a
la defensa y, sobre todo, un poco asustado al desenlace de la velada.
Se acercó a
mí y me tendió la mano, yo apreté la suya con fingida firmeza porque mis
rodillas se tambaleaban como torre de naipes al ras de viento. A Dios gracias
no se dio cuenta de ese detalle.Mantuvimos
una extraña conversación de palabras forzadas, rebuscadas y escogidas, al fin y
al cabo éramos dos seres conocidos reconociéndose y redescubriéndose nuevamente. Comimos y
bebimos: él una Coca Cola yo un vaso de agua.
Nos pusimos
reservadamente al día o ,más bien, diría resumidamente de nuestras experiencias
vividas en compartida ausencia. Ahí lo noté, fue algo demasiado sutil, casi
como un deje, como fugaz pero que se quedó el suficiente rato en el aire para
poder palparlo. Luego hubo una especie de tiempo muerto, donde ambos cavilábamos
acerca de cómo seguir adelante. Finalmente, marcó el siguiente paso.
Nos besamos,
su boca sabía igual, conservaba ese sabor dulce que tanto me gustaba. Nos
desnudamos, primero con la mirada, acto seguido, con todo el cuerpo. A continuación nos unimos pero no fue como antaño, en esta ocasión solo fue
sexo, placentero, embriagador y enganchador. A pesar de eso, él mantenía esa
delicadeza puntual que demostraba al rozar su nariz con la mía, como un gesto
cariñoso, imposible de definir sin que suene grotesco. En ese segundo me
pareció volverlo a ver.
Al terminar
nos vestimos rápidamente, cual carrera cuyo premio fuera sacudirse de encima
ese vacío que se quedó atrapado entre los dos. La victoria fue suya. Después me
besó mientras se despedía y cerraba la puerta tras de mí.
A la noche
siguiente, volvimos a vernos por mutuo acuerdo y fue completamente diferente y
deferente. Yo era tal cual me veía en el presente, estaba a mil leguas de
distancia del niño que conoció y de la
persona que aparenté ser el día anterior. Esta vez hubo algo más de
complicidad, de pasión, quizás algunas puntadas de cariño y hubo, también, una
revelación: “Nunca volvería a sentir por él lo que casi permití nacer dentro de
mí en el pasado”.
Al decirnos
adiós, nuevamente, me besó pero este fue más largo e intenso. Me tomó por
sorpresa su mano en mi espalda, atrayéndome hacia él. Yo le respondí posando la
mía en su rostro, acariciándolo con afecto, intentando hacerle saber que
seguramente sería una despedida definitiva. Lo último que vi fue su perfil sonriendo
cuando justo antes de cerrar la puerta le dije: “Si vuelves a besarme de esa manera me quedo en tu casa de por vida”.
Finalmente
bajé por las escaleras dejándolo atrás sin saber si volvería a verlo alguna
vez.