Durante muchos años deseé poder
sentarme delante de una máquina de escribir y contar mi historia
aunque nunca llegase a manos de nadie. Quería que todo aquello que
me ha hecho ser como soy quedara plasmado en papel, con la esperanza
de que nunca se perdiera. Es así como he llegado hasta aquí; al
punto culminante de mi vida en donde ya solo queda contar los días
para el último y darme toda la prisa posible para que el tiempo no
se haga con la victoria. Así pues, creo que ha llegado el momento
añorado:
Nací en un pueblo pequeño, habitado
en aquel entonces por unas pocas familias, burros , cabras y algún
caballo viejo de raza ralea que desentonaba totalmente con el cuadro
que desde fuera podría contemplarse. Mis padres eran dos señores
campesinos, que como todos los negros de la región, trabajaban en
las plantaciones que durante los últimos años habían germinado
como panales de abejas. Eramos felices; niños dichosos que jugábamos
inocentes entre los adultos y los animales soñando con ser los
dueños de los predios y que ignoraban por completo la realidad que
día a día sufrían nuestros padres pese a que, en muchas ocasiones
por no decir a diario, veíamos suceder vejaciones y atrocidades de
todo tipo.
Recuerdo que una vez, yo debía de
tener unos cinco o seis años, acababa de terminar de ordeñar una de
las pocas vacas que teníamos y que hacia mucho frío. Mi ropa, como
la de cualquier otro trabajador, a penas daba para resguardarnos un
poco de las inclemencias del tiempo, entonces, al ver el vapor que
desprendía el cubo con la leche se me antojó probar un poco, “el amo no se
dará cuenta”-pensé-, aunque para mi mala suerte, justo en el
momento en que metía uno de mis dedos en el líquido, él entraba en
el granero. Solté el cubo y le supliqué que me perdonara, que no
volvería a hacerlo y que tenía frío y hambre y que, por eso, había
decidido beber un poquito de aquella leche humeante. Él se colocó a
mi altura, agarró el balde, me tiró la leche por encima y,
posteriormente, empezó a azotarme con el cubo desaforadamente. Mis
padres me encontraron ahí varias horas después, calado y lleno de
moratones.
En otra ocasión, años más adelante,
una de las hijas de los patrones y mi hermana pequeña estaban
jugando en el jardín trasero, cerca del antigüo pozo de la casona,
se lo pasaban realmente bien. Aún recuerdo sus carcajadas viscerales
y desenfrenadas. El caso es que mi hermanita encontró una piedra
muy bonita: era lisa y parecía brillar con la luz del sol. Entonces,
Laia, así se llamaba la hija de los dueños, vino corriendo y le
pidió que se la entregara. Judith, nombre al que respondía mi
hermana, se negó, era suya, ella la había encontrado, “si quieres
te la enseño pero no te la voy a dar”- algo parecido creo que le
dijo-, entonces Laia se irguió y le dijo emulando a sus padres: “Te
ordeno que me la des , tú y todo lo que tienes es de mi propiedad,
no te lo volveré a repetir. Judith movió la cabeza de un lado para
otro y, de repente, la otra niña le dio una bofetada, le quitó la
piedra, la insultó y, posteriormente, dio media vuelta y se marchó.
Mi hermana se quedó muy triste, estuvo
varios días sin apenas hablar.
Así era nuestra vida; nuestras madres
les criaban y nuestros padres trabajaban sus tierras y aún así nos
odiaban. Los padres de los blancos les enseñaban a odiarnos.
Sin embargo, el episodio más
traumático que he presenciado fue la noche en que murió mi padre.
Aquel día había sido como otro cualquiera: mucha faena de sol a
sol, un calor infernal, ruidos de animales, gritos de los
capataces... en fin, lo mismo de siempre. Al llegar la noche, todos
los criados y su prole estábamos cenando y riendo a carcajadas, a
pesar de las dificultades recuerdo que siempre sonreíamos, cuando
uno de los dueños irrumpió en nuestra cocina. Llamó a mi padre,
que amagando un poco se puso de pie, y le ordenó salir para reunirse
con él en el patio. Allí le esperaban tres empleados de confianza
del patrón. Dos de ellos le agarraron y le ataron a un árbol y,el
tercero, empezó a azotarle y llamarle ladrón, ¡le llamaban ladrón!
Le golpearon durante varias horas, al amanecer ordenaron soltarle;aún
escucho el sonido del cuerpo al impactar contra el suelo.
Lo recogieron, le llevaron a su cama y
las amigas de mi madre la ayudaron a limpiarle las heridas. Olía
mucho a sangre; la espalda de mi padre era como una gran herida
abierta. Le pusieron su camisa blanca y su mejor pantalón y lo
metieron en una caja de madera. Al anochecer lo cremaron. La señora
Brigitte cantó todo el tiempo el blues favorito de mi padre.
Al día siguiente, todos,incluidos mi
madre y yo, regresamos al trabajo. Reanudamos nuestras labores para
los asesinos de nuestro padre.
Ahora, parece que todo ha cambiado;
podemos votar y pasear por los mismo locales que frecuentan los
blancos,¡incluso hay negros en puestos importantes de las
principales empresas del país! Hace poco mi bisnieto me trajo mi
taza de té y se sentó conmigo a hacerme compañía y darme
conversación, cuando uno de sus amigos pasó por delante del porche,
al despedirse le dijo algo que nunca había escuchado antes, la
palabra creo recordar era “nigga” , le pregunté sobre la marcha
qué significaba y él me contestó: “ significa negrata bisa”.
Estuve riéndome sin parar varios minutos.