9 may 2016

Los dueños de los predios.





Durante muchos años deseé poder sentarme delante de una máquina de escribir y contar mi historia aunque nunca llegase a manos de nadie. Quería que todo aquello que me ha hecho ser como soy quedara plasmado en papel, con la esperanza de que nunca se perdiera. Es así como he llegado hasta aquí; al punto culminante de mi vida en donde ya solo queda contar los días para el último y darme toda la prisa posible para que el tiempo no se haga con la victoria. Así pues, creo que ha llegado el momento añorado:

Nací en un pueblo pequeño, habitado en aquel entonces por unas pocas familias, burros , cabras y algún caballo viejo de raza ralea que desentonaba totalmente con el cuadro que desde fuera podría contemplarse. Mis padres eran dos señores campesinos, que como todos los negros de la región, trabajaban en las plantaciones que durante los últimos años habían germinado como panales de abejas. Eramos felices; niños dichosos que jugábamos inocentes entre los adultos y los animales soñando con ser los dueños de los predios y que ignoraban por completo la realidad que día a día sufrían nuestros padres pese a que, en muchas ocasiones por no decir a diario, veíamos suceder vejaciones y atrocidades de todo tipo.

Recuerdo que una vez, yo debía de tener unos cinco o seis años, acababa de terminar de ordeñar una de las pocas vacas que teníamos y que hacia mucho frío. Mi ropa, como la de cualquier otro trabajador, a penas daba para resguardarnos un poco de las inclemencias del tiempo, entonces, al ver el vapor que desprendía el cubo con la leche se me antojó probar un poco, “el amo no se dará cuenta”-pensé-, aunque para mi mala suerte, justo en el momento en que metía uno de mis dedos en el líquido, él entraba en el granero. Solté el cubo y le supliqué que me perdonara, que no volvería a hacerlo y que tenía frío y hambre y que, por eso, había decidido beber un poquito de aquella leche humeante. Él se colocó a mi altura, agarró el balde, me tiró la leche por encima y, posteriormente, empezó a azotarme con el cubo desaforadamente. Mis padres me encontraron ahí varias horas después, calado y lleno de moratones.

En otra ocasión, años más adelante, una de las hijas de los patrones y mi hermana pequeña estaban jugando en el jardín trasero, cerca del antigüo pozo de la casona, se lo pasaban realmente bien. Aún recuerdo sus carcajadas viscerales y desenfrenadas. El caso es que mi hermanita encontró una piedra muy bonita: era lisa y parecía brillar con la luz del sol. Entonces, Laia, así se llamaba la hija de los dueños, vino corriendo y le pidió que se la entregara. Judith, nombre al que respondía mi hermana, se negó, era suya, ella la había encontrado, “si quieres te la enseño pero no te la voy a dar”- algo parecido creo que le dijo-, entonces Laia se irguió y le dijo emulando a sus padres: “Te ordeno que me la des , tú y todo lo que tienes es de mi propiedad, no te lo volveré a repetir. Judith movió la cabeza de un lado para otro y, de repente, la otra niña le dio una bofetada, le quitó la piedra, la insultó y, posteriormente, dio media vuelta y se marchó.

Mi hermana se quedó muy triste, estuvo varios días sin apenas hablar.

Así era nuestra vida; nuestras madres les criaban y nuestros padres trabajaban sus tierras y aún así nos odiaban. Los padres de los blancos les enseñaban a odiarnos.

Sin embargo, el episodio más traumático que he presenciado fue la noche en que murió mi padre. Aquel día había sido como otro cualquiera: mucha faena de sol a sol, un calor infernal, ruidos de animales, gritos de los capataces... en fin, lo mismo de siempre. Al llegar la noche, todos los criados y su prole estábamos cenando y riendo a carcajadas, a pesar de las dificultades recuerdo que siempre sonreíamos, cuando uno de los dueños irrumpió en nuestra cocina. Llamó a mi padre, que amagando un poco se puso de pie, y le ordenó salir para reunirse con él en el patio. Allí le esperaban tres empleados de confianza del patrón. Dos de ellos le agarraron y le ataron a un árbol y,el tercero, empezó a azotarle y llamarle ladrón, ¡le llamaban ladrón! Le golpearon durante varias horas, al amanecer ordenaron soltarle;aún escucho el sonido del cuerpo al impactar contra el suelo.
Lo recogieron, le llevaron a su cama y las amigas de mi madre la ayudaron a limpiarle las heridas. Olía mucho a sangre; la espalda de mi padre era como una gran herida abierta. Le pusieron su camisa blanca y su mejor pantalón y lo metieron en una caja de madera. Al anochecer lo cremaron. La señora Brigitte cantó todo el tiempo el blues favorito de mi padre.

Al día siguiente, todos,incluidos mi madre y yo, regresamos al trabajo. Reanudamos nuestras labores para los asesinos de nuestro padre.

Ahora, parece que todo ha cambiado; podemos votar y pasear por los mismo locales que frecuentan los blancos,¡incluso hay negros en puestos importantes de las principales empresas del país! Hace poco mi bisnieto me trajo mi taza de té y se sentó conmigo a hacerme compañía y darme conversación, cuando uno de sus amigos pasó por delante del porche, al despedirse le dijo algo que nunca había escuchado antes, la palabra creo recordar era “nigga” , le pregunté sobre la marcha qué significaba y él me contestó: “ significa negrata bisa”. Estuve riéndome sin parar varios minutos.


Jearci Brown

Jearci Brown
Hoy han de llover estrellas porque no he de llorar por penas, hoy te haré el amor? yo, el enamorado poeta con letras de mil poemas mientras el sol paga su condena.

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