Director: Mikel Rueda
Protagonistas: Adil Koukouh y Germán Alcarazu.
Relato basado en la película.
IBRAHIM
Hacía
ya casi un día que había dejado atrás a Rafa, sentado, con el
brazo herido y con el corazón roto. El suyo lo estaba también. Su
mejor amigo, el único al que consideraba como tal, con el que había
sentido ciertas cosas que nunca había experimentado antes estaba
ahora lejos de él, en un país donde no le querían y del que
estaban a punto de echarle para lanzarlo de cabeza a otro lugar donde
no tenía nada ni a nadie. Sabía que había hecho lo que tenía que
hacer pero su corazón no le decía lo mismo.
No
estaba seguro de cuánto tiempo se pasó aferrado a aquellos hierros
que impidieron que se escurriera por debajo del camión pero eso no
era lo que le preocupaba; su cabeza no paraba de discurrir: ¿Y ahora
qué? ¿Cuál tenía que ser su siguiente paso? ¿A dónde debía
dirigirse? Tenía hambre, frío y sueño aunque carecía de dinero y
un techo en el que pasar la noche. La incertidumbre de si recurrir a
los servicios sociales sería una buena idea le acribillaba los
nervios. Estaba en otro país, pero… ¿y si la orden de expulsión
tenía vigencia también ahí? Entonces habría pasado por todo eso
en balde.
Lo
primero que tenía que hacer era conseguir algo para comer. Con la
barriga llena, las opciones fluirían mejor por su mente. Antes de
buscar comida, entró a un baño público para lavarse la cara e
intentar adecentarse un poco. Cuando terminó, salió dándole las
gracias al trabajador que le había dejado usar el servicio y empezó
a buscar un mercado. El que encontró era pequeñito pero tenía
fruta, verduras, un puesto de comida rápida... Los trucos que le
había enseñado Youssef le sirvieron para robar un par de manzanas y
una bolsa de papas recién fritas. No era mucho, pero sí suficiente
para mitigar la fatiga que tenía. Deambuló por las calles de
Toulouse durante varias horas, en un intento por poner sus ideas en
claro. Lo que tenía por seguro era que debía buscar algún marroquí
que le diera algún consejo sobre qué podría hacer allí. Fue
entonces cuando entre el vaivén de las calles escuchó una
conversación en español en medio del preponderante fluir galo.
Se
acercó lo más rápido que pudo para no perder la oportunidad de
conseguir algo de ayuda, pese a que sabía que su desconfianza y
timidez podrían jugarle una mala pasada; y, cuando estuvo a la
altura de los dos hispano parlantes, armándose de valor, se dirigió
a ellos sin titubear:
‒
¡Hola! ‒dijo un poco más fuerte de lo que deseaba‒. Me llamo
Ibrahim y sé que no me conocéis de nada y que esto no debe pasaros
muy a menudo, pero ¿podríais, por favor, escucharme unos minutos?
Los
dos chicos intercambiaron un par de miradas que no trasmitieron
muchas esperanzas, sin embargo, al final uno de ellos le contestó
desviando los ojos de su amigo y posándolos en él:
‒
Sí, claro ‒dijo muy bajito para luego hacer carraspear su garganta
y continuar hablando‒. ¿En qué te podemos ayudar?
‒
Acabo de llegar aquí, apenas hace unas horas, desde España, del
País Vasco, y no tengo dinero ni ningún sitio donde pasar la noche.
No os estoy pidiendo ninguna de las dos cosas, solo que no sé a
dónde debería ir para conseguir ayuda, ¿sabéis de algún sitio al
que pueda acudir?.
‒
Lo sentimos mucho ‒dijeron los dos prácticamente al mismo tiempo.
‒
Y bueno, no estamos muy seguros de qué podrías hacer ‒continúo
uno de los muchachos‒, pero podrías acudir al consulado. Quizás
allí pueden echarte una mano, aunque eso tendría que ser mañana
porque ahora seguramente no habrá nadie en el edificio.
‒
¿Y tenéis idea de dónde está? ‒preguntó Ibra con un deje de
alivio en su voz.
‒
No, no lo sabemos, pero podemos preguntar. Alguien tiene que poder
decirnos algo.
‒
No quiero molestaros más, no puedo pagaros con nada, ni siquiera
puedo invitaros a tomar algo porque no tengo con qué pagarlo.
‒
No te preocupes por eso; además no nos cuesta nada acompañarte y
preguntar por ti ‒le contestó sonriendo el chico que llevaba más
tiempo callado.
‒
¡Muchas gracias!, de verdad, ¡gracias! ‒les dijo Ibra mientras
empezaban a caminar.
No
tardaron más de una hora en dar con alguien que les facilitó la
dirección de la embajada de Marruecos en Toulouse. La persona que
les indicó cómo llegar era también marroquí; una señora llamada
Fara.
Cuando
hubieron conseguido la dirección, Ibra se despidió de ellos
preguntándoles por alguna manera de localizarlos para poder, algún
día, agradecerles como era debido lo que habían hecho por él. Mas,
sin embargo, uno de los chicos le paró de lleno en el momento en que
les dio la espalda para echarse a caminar:
‒
¿A dónde se supone que vas a ir? ‒le preguntó una vez hubo
conseguido que se diera la vuelta‒. ¡Tú te vienes conmigo a mi
casa!
‒
¡¿Estás loco?! ‒le reprendió su amigo en voz baja‒, ¡si no
le conoces de nada!
‒
¿Y qué quieres que haga? ¿Pretendes que le deje pasar la noche en
la calle? ‒preguntó con un tono de reproche en la voz.
‒No
es nuestro problema, ya le hemos ayudado bastante y no teníamos por
qué hacerlo. No me malinterpretes; a mí también me da mucha pena,
pero ir más allá está totalmente fuera de lugar.
‒
¡Eh!, ¡Ibrahim!, ¡espera!.
‒
Tu amigo tiene razón, no me conocéis de nada. Será mejor que os
marchéis.
‒
Sí, nos iremos pero tú te vienes conmigo. Ya nos hemos arriesgado
cuando decidimos ayudarte, sin saber si nos estabas mintiendo o no,
pero decías la verdad. Además, yo no podría dormir hoy tranquilo
sabiendo que mañana podría leer en el periódico que has aparecido
muerto ‒soltó con mucha calma‒. Tengo un sofá donde puedes
dormir. No es muy cómodo pero es mejor que nada y…, bueno, tendrás
comida que llevarte a la boca esta noche. Mañana por la mañana te
acompañaremos a la embajada y solucionaremos tu situación y si, por
lo que sea, no damos con una salida, te quedarás conmigo mientras
llega.
‒
Pero no tengo con qué pagarte ‒gritó con la voz quebrada.
‒
Bueno, pues ya negociaremos alguna manera para que me des las
gracias. Ahora vamos, que se hace tarde y tengo hambre y supongo que
tú también ‒zanjó su nuevo amigo.
Al
día siguiente, una vez desayunados y habiéndose cambiado de ropa
salió de casa, junto a su nuevo amigo, Aday, para dirigirse a la
embajada. A pesar de ser verano la mañana había amanecido bastante
fresca, así que el acompañante de Ibra se decantó por ir en taxi.
Al subirse le entregó un papel doblado al taxista:
‒
¿5 Avenue Camille Pujol? ‒preguntó
el taxista en francés‒.
¿Es esa la dirección?
‒
Sí, está bien. Gracias ‒contestó
Aday‒.
Al
llegar, se encontraron con un edificio pequeño, con la mayor parte
de color marrón, salvo por la parte inferior, donde estaba la
entrada, que era gris y en la que rezaba en lo alto: “Consulat
général du Royaume du Maroc à Toulouse”.
Entraron y al salir la vida de Ibra tenía todas las papeletas de ir
a mejor en poco tiempo.
Mientras
se solucionaba el caso de Ibra (un menor llegado a Francia sin
acompañante), permaneció en casa de Aday, a cambio de que le echara
una mano con las tareas de casa. En poco menos de dos meses Ibra
consiguió el permiso de residencia.
RAFA
Todo
había cambiado en su vida desde que Ibra apareció. Al conocerlo,
todas esas dudas y sentimientos encontrados respecto a Marta y, a las
chicas en general, se habían ido disipando por sí solas, igual que
una calle que se queda vacía tras una multitud. Sin embargo, ahora
ya no estaba y no sabía nada de él desde aquella noche en la que le
tuvo que ver marcharse porque no le quedaba otro remedio; lo único
que le quedaba era la mitad del amuleto de la amistad que le había
regalado en la playa, los lugares donde habían estado juntos y la
incertidumbre respecto a la suerte de su amigo.
Guille
sospechaba vagamente lo que pasaba. Quizás se había dado cuenta
mucho antes que Rafa de que sus afinidades eran distintas a la de los
otros y así se lo hizo saber una tarde en la que se fumaban un porro
en el tejado donde estuvo por primera vez a solas con Ibrahim.
Su
vida continuó con las mismas rutinas de siempre: clases, colegas,
entrenamiento y partidos de waterpolo... Tan solo una cosa más se
había hecho cotidiana en su vida y era la de visitar cada día un
lugar donde hubiese estado con su amigo. Al principio lo hizo por
añoranza, pese a que Guille le recordaba una y otra vez que no era
una buena idea, porque en su fuero interno deseaba encontrarse un día
con alguna nota o algún mensaje de Ibra donde le diría cómo dar
con él.
Sus
padres seguían ajenos a todo lo que le estaba ocurriendo.“Jamás
lo entenderían” ‒le
repetía a Guille cada vez que sacaban el tema‒,
y aunque deseaba encontrar ayuda de un adulto sabía que su única
esperanza era Alicia.
Alicia
había movido cielo y tierra para solucionar la situación de Ibrahim
una vez que supo por boca del propio Rafa que había huido del país
en un camión rumbo a Francia. Denunció a la Fiscalía por su mala
praxis y, después de mucho papeleo y batallar, consiguió que
revocaran la orden de expulsión que pesaba contra él y que
agilizaran su permiso de residencia. Cuando Rafa lo supo no cabía
en sí de alegría aunque la parte casi imposible de solventar sería
dar con su paradero.
Pasaron
algunos meses y él empezaba a sentirse mejor aunque a veces
recordara todo lo ocurrido; ya apenas iba a los lugares donde vivió
los mejores momentos de su vida y, de vez en cuando, era capaz de
quitarse el colgante y dejarlo a buen recaudo en su dormitorio.
Una
tarde, tras finalizar el entrenamiento, pasaron cerca del edificio en
cuyo tejado, hacía unos meses, había probado su primer cigarrillo y
decidió subir para descansar un poco antes de regresar a casa. No
llevaba mucho rato sentado, tirando piedras contra la misma lata
oxidada de antaño, cuando empezaron a caer pequeñas gotas que,
posiblemente y a sabiendas de cómo funcionaba en su pueblo el
tiempo, se convertirían en una tromba de agua de las buenas. Así
que salió disparado de allí para resguardarse de la inminente
lluvia.
Mientras
cenaban y escuchaba a su padre decir una de las tantas barbaridades y
sin sentidos que soltaba por la boca al ver el telediario, el móvil
sonó en su habitación. Terminó de cenar y ayudó a su madre a
fregar la loza; luego les dio las buenas noches y se fue a dormir.
Estando ya en la cama miró su teléfono y vio que tenía un mensaje
desde un número que no conocía y otro con un aviso de su buzón de
voz. El primero que abrió fue el del destinatario desconocido que
ponía simplemente:
“Hola
Rafa, supongo que ya ni te acordarás de mí, o puede que sí.
¿Mañana en la oficina de Alicia a las 15:00?”.
No
podía ser posible. Cómo iba a ser él. Debía de tratarse de una
broma de alguno de sus colegas que le había mandado el sms desde el
teléfono de alguno de sus padres. Ibra no sabía que ya no tenía
nada que temer por lo que ir a la oficina de Alicia sería una idea
estúpida para alguien que desconoce qué ha pasado en su ausencia.
Decidió dejarlo estar; ya ajustaría cuentas con sus amigos al día
siguiente.
Dejó el móvil en la mesita de noche y apagó la luz pero justo antes de cerrar los ojos recordó el segundo mensaje, así que volvió a encender la lámpara y marcó el número del servicio del buzón de voz.
“Sí,
soy yo, Ibrahim” ‒decía
una voz al otro lado‒.
Era la suya.
Sintió
una gran presión en el pecho. Se había quedado sin aire y las manos
no le respondían. Su cuerpo entero no le obedecía. En su cara no
había rastro de expresión. Toda la vorágine del principio, antes
de conocerle, volvió a él de golpe. La noche y la mañana siguiente
se hicieron eternas.
Guille
le acompañó. Necesitaba a alguien que sirviera de gancho con la
realidad, que le ratificara lo que fuera que fuese a pasar en unos
minutos. Al llegar a la puerta de la oficina se detuvo en seco. Esa
puerta y el interior del edificio le daban la impresión de estar
separados por un abismo infranqueable. Su gran amigo, que estaba a su
lado como cada día desde que se conocieron, le dijo muy despacio que
no podían quedarse fuera:
‒
Tenemos que entrar, Rafa, ¿o es que acaso ya no quieres verlo?
‒
Lo sé, pero... ¿qué puedo decirle? Ha
pasado tanto tiempo… ‒
susurró con cierta tristeza-.
‒
Ya lo sé, pero tenemos que entrar y ver qué es lo que pasa ahí
adentro. Vamos, yo estoy contigo.
Dos
minutos después, tras un intento inútil por aplacar sus nervios,
ambos entraron. A la primera persona que vieron fue a Elisa que, al
ver dos pares de zapatos delante de ella, levantó la mirada de entre
sus hojas y sonrió al ver que se trataba de Rafa:
‒
Están en el aula. Alicia le está poniendo al tanto de lo que ha
ocurrido. No deben tardar mucho más pero si lo deseas puedes entrar,
ya que me consta que lo tuyo no es tener paciencia en los momentos
de mayor tensión ‒dijo
riéndose mientras le guiñaba un ojo a Guille buscando complicidad.
‒
No, está bien así, me voy a sentar aquí mismo... No, en el
escritorio…, en la silla… Evidentemente no me voy a sentar encima
de tus papeles, quiero decir... ‒dijo
gesticulando como loco mientras daba vueltas de un lado para otro‒.
Bueno, me voy a sentar allí, en esa
silla....
‒
Tranquilízate, Rafa, ven, vamos a sentarnos ‒le
empujó Guille en dirección a los asientos.
Estaban
cada uno en un mundo distinto, ensimismados, tanto que ninguno se dio
cuenta del momento en el que Alicia e Ibrahim salían del aula.
‒
¿Qué pasa? ¿Es que no tienes más amigos? ‒le
gritó Ibra desde el umbral de la puerta.
Rafa
apartó la mirada del suelo y buscó la procedencia de la voz. Dejó
la silla atrás de un salto y se quedó de pie, mirándolo, como si
fuera una aparición. Estaba rígido, igual que la noche anterior
tras leer el mensaje.
‒
Creo que deberíamos salir y que nos dé un poco el aire mientras
ellos hablan. Luego os invito a tomar algo ‒les
sugirió Alicia a Guille y a Elisa.
‒
Sí, yo creo que es una buena idea. Chicos, os esperamos fuera ‒dijo
Elisa cerrando la puerta tras de sí.
Se
miraron mutuamente durante varios minutos. Ibra no sabía qué hacer;
no esperaba esa reacción de Rafa. No sabía cómo interpretarlo, si
como algo positivo o lo contrario. Finalmente, se armó de valor y se
acercó él primero hasta que la cabeza de Rafa quedó a la altura de
sus hombros. Acto seguido, vio como él se sacaba el colgante que
tenía por debajo de la camiseta y lo depositaba entre sus manos.
Luego de la forma más delicada posible y con los ojos anegados en
lágrimas Rafa le abrazó.
‒
Pero, ¿cómo es posible? ‒le
preguntó Rafa mirándolo aún con incredulidad‒.
Pensé que nunca más te iba a volver a ver.
‒
Yo también lo creía, pero al llegar a Toulousse conocí a un par de
españoles que se portaron muy bien conmigo, dejándome quedar en su
casa y ayudándome a solucionar mi situación legal. Hace poco me han
dado el permiso de residencia francés y desde que he tenido la
oportunidad he vuelto.
‒
¿Sabes ya que Alicia luchó como una leona para que te dejaran en
paz y te dieran el permiso de residencia aquí?
‒
Sí, de eso era de lo que estábamos hablando antes en el aula. Me ha
dicho que tengo que renunciar a uno de los dos permisos. Llevará
unos meses y mucho papeleo pero dice que ya está todo solucionado y
que puedo quedarme ya aquí si así lo deseo. Y no solo eso; se ha
ofrecido a que me quede en su casa con ella hasta que cumpla la
mayoría de edad y pueda decidir por mí mismo.
‒
Eso quiere decir que... ‒dijo
tartamudeando Rafa.
‒
Sí, eso quiere decir que me quedo, idiota ‒le
contestó Ibra mientras le revolvía el pelo.
Ibra
se quitó su colgante y lo unió al que acababa de ponerle Rafa entre
las manos.
‒
Creo que la última vez que nos vimos tú tenías un brazo mal herido
‒dijo
Ibra mirándolo a los ojos.
‒
Sí, y tú me lo intentaste curar como hice yo con tu rodilla en el
baño de mi casa, justo antes de..., bueno, ya sabes ‒dejó
la frase a medias.
‒
Justo antes de que nos besáramos, puedes decirlo, no pasa nada.
¿Recuerdas que cuando te di el colgante te dije que si alguna vez
las dos partes llegaban a separarse había que hacer lo imposible
para juntarlas de nuevo? ‒le
preguntó a Rafa-.
‒
Sí, lo recuerdo...
Y
mientras Rafa terminaba de hablar sintió el calor de los labios de
Ibra sobre los suyos, como aquella única vez en la noche en la que
se separaron. Acto seguido salieron de la oficina con el amuleto
unido de nuevo colgando en el cuello de Ibra.