6 jul 2011

HISTORIAS DE MILES DE CRISTALES ROTOS


Apenas contaba 15 años cuando ocurrió por primera vez. Aquella mañana, todo parecía ir bien. En la calle el sol brillaba con toda su fuerza, pero en el interior de su casa unas espesas nubes empezaban a cernirse vaticinando el comienzo de una gran tormenta, una que a lo largo de muchos años sólo le daría pequeñas treguas para luego caer con todas sus fuerzas.
Era poco más de las 12 de la mañana cuando su padre y la mujer de éste llegaron a casa, él se encontraba en su habitación cuando escuchó sus voces, y como de costumbre salió a saludarles. Se les veía bien contentos después de una noche de fiesta, así que regresó a su dormitorio para seguir con sus deberes. Pasado un rato escuchó la voz de la mujer de su padre llamándole, diciéndole que le ayudara a despertarlo ya que se había quedado dormido en el suelo del salón, desnudo, y no había ser en el mundo capaz de moverlo.
Se dirigió al salón para intentarlo pero sus esfuerzos fueron un auténtico fracaso. Su padre estaba en un estado de embriaguez absoluto y su cuerpo parecía un bloque de cemento de 100 kilos. Desistió y cuando estaba a punto de entrar en su habitación escuchó la voz de su padre gritándole para que se presentara ante él, y extrañado por la situación acabada de vivir volvió rápidamente al lugar del que acababa de salir. Al llegar, lo primero que vio fue a la mujer, enfurecida, dándole patadas al cuerpo tumbado de su padre, mientras éste le pedía que dejara de hacerlo. No lo hizo.
El joven rápidamente corrió para apartarla del lado de su progenitor y ayudar a levantarlo para detenerla, mas ya era tarde. La mirada de ella no era la de siempre, sus ojos sangraban furia, odio, y en un ataque de locura consciente arremetió contra los dos de la misma manera que un tsunami se abalanza contra un país. El placaje contra su marido fue bestial, una lluvia de puñetazos, arañazos e insultos tuvieron lugar en un abrir y cerrar de ojos. Las paredes se habían teñido con pequeñas líneas del color de un intenso vino tinto, el suelo se encontraba cubierto de aceite, platos y vasos rotos que la susodicha rompió contra el mismo, y el aire se encontraba impregnado de un insoportable olor a huevos procedentes de un cartón que yacía aplastado en el piso.
Entre el padre y el hijo consiguieron delimitar el campo de batalla al dormitorio de la pareja, en el cual la guerra ya había dejado su huella, dejándolos a los tres tirados en la cama. El padre, ebrio y abatido, intentaba conciliar el sueño mientras la mujer llevaba a cabo pequeños amagos de violencia, y el hijo trataba desfallecidamente de tranquilizarla aferrándola con fuerza para que aquella imagen destartalada, magullada y ensangrentada a causa de sus propios movimientos cesara en sus acciones. Él estaba cansado, asustado, al mismo tiempo que perplejo y golpeado, al fin y al cabo tan sólo era una chico al cual en menos de una hora le habían arrebatado su alegría, su inocencia.
Una vez que ambos, tanto el padre como su mujer, se encontraban durmiendo, él se dedicó a recoger los destrozos de la batalla, limpiando con esmero los restos de sangre, unos suelos afilados y resbaladizos y, por último, a llorar y curar sus heridas.
A veces las personas somos como un libro, nuestro cuerpo es la carátula , lo que las personas ven, lo que distinguen de nosotros, por lo que nos juzgan o prejuzgan, por lo que deciden acercarse o pasar de largo aunque realmente nunca lleguen a saber lo que hay en el interior, porque quizá, y sólo quizá, no lleguen a leerlo.
Unos días después, durante la posguerra, ambos contrincantes decidieron ceder en su terreno y regresar para buscarse nuevos cuarteles, a la espera de una nueva oportunidad en la que intentar rehacer lo perdido, buscar una reconciliación, y para tal fin utilizarían al joven que desempeñaría el papel de la ONU, con una diferencia, que a él nadie podría ayudarle, estaba solo.
Tras la separación, él se fue a vivir con una de sus tías, una de las mujeres de su vida y que jugaría un papel importantísimo en ella. La casa era una especie de ático, donde a la entrada lo primero que se podía ver era una alfombra verde, llena de juguetes, y que a él se le antojaba a un patio de recreo donde, cuando era más niño, daba rienda suelta a su imaginación y nada podía dañarlo. El lugar era acogedor, las paredes eran blancas y los muebles marrones y beige; al lado del salón estaba la cocina, separada de éste únicamente por una encimera. Era pequeño pero perfecto. Ese se convertiría en su hogar, en su paracaídas, pero nada es para siempre y unos meses después la gran reconciliación llegó y tuvo que dejar ese trocito de tierra donde todo era paz, marrón y beige, donde no había ningún color que tiñera su vida de oscuridad.
Una vez instalado en su nuevo “hogar” casi pudo olvidar lo sucedido durante la primera batalla, y los meses se tornaron tranquilos y amables, haciendo honor a la frase de: “después de la tormenta siempre llega la calma”, pero el que ha vivido una guerra, siempre lleva en su memoria cicatrices de ella, las cuales le atormentan en las noches de silencio, en las que en un ambiente de paz se puede saborear y percibir que de un momento a otro todo está a punto de cambiar, que la suerte no es siempre afortunada y que algo grande se aproxima sigilosamente.
El verano estaba llegando a su epicentro y el ambiente rebosaba alegría y color, todo era cálido y acogedor. En días como esos es difícil imaginar que algo pueda tornarse mal, volverse contra uno y derrumbar los cimientos que te llevan a la euforia, a la paz.
El hijo estaba en la cocina, cortando un pan para hacerse un bocadillo de nocilla, su favorito. La mujer estaba en su habitación, la cual estaba situada a la entrada de la casa. Su marido había salido la noche anterior y casi siendo el medio día aún no había hecho acto de presencia. Repentinamente apareció, su voz se escuchaba cansada y cascada como consecuencia de una noche de fiesta, y en forma de canon unas voces más agudas sonaban de fondo. Estas daban una sensación de enfado, de reproche, y súbitamente todo dejó de ser simples apariencias y sonidos, para convertirse en la representación de una novela negra.
La sinopsis que él guardó en su cabeza era la de: “En una calurosa mañana de verano, mientras el calor irradiaba alegría en las pequeñas y estrechas callejuelas de un barrio de tercera, un infierno se desataba en el interior de una vivienda; ella atacaba con armas blancas, gritos e injurias, el cabeza de familia se ponía a cubierto, en posición de defensa, y su hijo aguardaba expectante, con impaciencia de ver terminada la peor escena de la novela, viéndose reflejado en los cientos de trozos de cristal que se arremolinaban alrededor de un televisor que había terminado su vida rindiéndole homenaje a Albert Eistein y su Teoría de la Gravedad.”
Había pasado ya bastante tiempo desde que esa relación llegó a su fin, en la vida del joven las cosas empezaban a ir mejor, se encontraba en un momento de paz y felicidad, una que perdió antaño y se le negó, escurriéndosele de las manos con el mismo fascismo con el que se imponen las estaciones.
Como si de una temporada lluviosa se tratase, esas en las que las grandes tormentas dan tregua y se retiran para volver imparables y monstruosas, las nubes negras, abominables, le embistieron con fuerza, tambaleando su vida, sumiéndole en el más oscuro de los pozos, cortando cualquier manera de escape, atrapándole y dejándolo vulnerable, convirtiéndolo en una presa fácil de cazar. Ella había regresado.
En su barriga descansaba el fruto de un amor teatral, donde una dulce sonrisa y unas caricias banales representaban el telón que escondía la realidad, una que de saberse acabaría con la función, dejando sin margen de actuación y credibilidad a la frase “el show siempre debe continuar”. El muchacho se iba a convertir en el punto de referencia de un ser diminuto, inocente, aunque realmente siempre odió tener que asumir ese rol.
Durante los años siguientes vio su propia existencia reflejada en la vida de un sauce llorón en campo abierto, seco y sin hojas, sin lágrimas, en una perpetua estación invernal, que lo mantenía aislado y casi muerto, con la sensación de que nunca iba a terminar.
Su habitación pasó a convertirse en su santuario, era impenetrable, indestructible, un lugar donde era libre para vivir, para actuar, decidir aunque solo fuera durante pequeños períodos de tiempo. En aquella tranquilidad inviolable pensaba que gritaba para oídos sordos, que vivía en un hogar en donde las palabras y las promesas caían hondo, donde la incertidumbre se vestía de esperanza y, únicamente, era silenciada por el miedo. Sentía que la soledad era una mala compañía, mas ahora iba esposada a su mano. La tranquilidad siempre se quedaba en un plano aparte, por mentirosa y embustera.
Día tras día observaba como su padre descansaba enmascarando la tristeza de alegría, forzando sentimientos que no podían ser forzados, aguardando bajo su almohada el acero, ya que la locura de su amada podría desatarse con recelo y en tan sólo un segundo, una vida distinta tendría su punto de partida.
Al analizar esas situaciones se convenció a sí mismo de que el amor podría llegar a ser sordo, y muchas veces la sordera ciega, le hizo pensar que la estupidez nunca era buena consejera aunque, en ocasiones, el consejo más estúpido le habría abierto una puerta de salida, le habría otorgado una escapatoria, una vida paralela a la que había llevado hasta ahora.
Así pues, sin ningún cambio percibido a la vista, en la tenebrosidad de su habitación, un rincón oscuro, vacío, solitario y sombrío, estaba el abandonado joven, de pie, esperando. El mundo continuaba su cauce natural, la vida pasaba a través de interminables segundos, minutos, horas y los eternos y lejanos meses y años, y él seguía esperando. La lluvia emanaba de sus entrañas, una lluvia sin fin, sin sentido, una lluvia seca y vacía.
La mitad del tiempo la soledad le invadía, colmándolo de incertidumbre, de dolor, de desesperanza. Aquel con cuyos actos estaba destinado a salvar y proteger a su progenie, a librarla y ponerle fin a su sufrimiento, se veía desnudo y derrotado incluso antes de la batalla. Mientras él seguía esperando.
Su constante espera lo condujo al odio, uno tan profundo y puro, irrefrenable e incontrolable, falto de perspicacia e inteligencia, un odio visceral, dulce y agrio, que se convertiría en su compañero de viaje, en su refugio, en su razón de vivir. Se volvió un misántropo, un ermitaño de la oscuridad y lo siniestro, rechazó a la humanidad, así mismo.
Ya no era él, era otro, un ser paralelo que lo acompañó de la mano durante toda su vida, y al cual decidió rechazar e ignorar por ser despreciable y triste. Al fin ese otro “yo” le invadió e inexorablemente se apoderó de su vida, de todo su ser.
Su existencia era como una noche de tormenta, donde no hay luna que dé luz a esa densa falta de color, donde no hay estrellas que recuerden que la soledad nunca es en sí misma sola, que es fruto de unos ojos cerrados que se niegan a abrirse y a contemplar lo que les rodea y, sin darse cuenta, las parcas decidieron su destino dejándolo invisible, inexistente, en la nada.

Jearci Brown

Jearci Brown
Hoy han de llover estrellas porque no he de llorar por penas, hoy te haré el amor? yo, el enamorado poeta con letras de mil poemas mientras el sol paga su condena.

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