Me había despertado muy pronto esa
mañana, quería que todo fuese perfecto para él. Recuerdo que
mientras me lavaba la cara y me peinaba un poco la telaraña que
llevaba por pelo, dejé puesta una cafetera. Luego, entré de nuevo
en la cocina, cogí dos tazas y serví el café solo, con muy poca
azúcar como a él le gustaba; entré al salón, le extendí la mano
donde llevaba el suyo y, posteriormente, le abracé y le felicité.
Mi padre cumplía cuarenta y cuatro años.
Salimos a desayunar una vez que mi
hermana pequeña se había despertado y preparado. Ella es como una
marmotita, si la dejas puede dormir horas y horas... . Estuvimos los
tres juntos y, lo cierto es que lo pasamos muy bien. Hacía tiempo
que no veía tan contento a mi padre. Volvimos a casa y, mientras
ellos se repantigaban en el sofá, yo me cambié para irme a
trabajar. Cuando cruzaba la puerta, escuché a mi padre decir que me
esperarían para cenar juntos en casa. La tarde fue insufriblemente
larga pero como todo, llegó a su fin y yo regresé a casa. Antes de
encender el coche, comprobé mi móvil mas no tenía ninguna llamada
ni tampoco mensajes.
Tardé más o menos unos cinco minutos
en llegar a casa y me sorprendió no ver ninguna luz encendida.
Cuando entré, comprobé que no había nadie y ya que estaba solo, mi padre no contestaba al teléfono, tomé una ducha de agua
caliente. La temperatura del agua precipitándose por mi cuerpo
desnudo me provocaba un alivio indescriptible. Ese era mi momento
favorito del día: silencio, un baño caliente y Ella Fitzgerald de
fondo. Me puse el pijama ahí mismo para que no me diera frio. Salí
del baño, apagué la luz y, en el tiempo en que tardaba en ir al
patio a colgar la toalla, dejé un vaso de leche de soja dando
vueltas como loco en el microondas.
Supuse que llegarían en cualquier
momento y decidí esperarlos viendo la T.V y tomándome la leche. No
sé cuánto tiempo transcurrió hasta que el sueño me venció y me
dormí ahí mismo.
A la mañana siguiente repetí el mismo
proceso del día anterior y, al llevarle la taza de café a mi padre,
me encontré con su cama hecha. Volví al salón, cogí el móvil
para llamarlo pero me había quedado sin batería, así que busqué
el cargador, lo enchufé y,al encenderlo, vi
varías llamadas pérdidas de mi otra hermana desde Amsterdam;entonces supe
que algo había pasado. Le mandé un whatsapp al que contestó sobre
la marcha.
Mi padre jamás volvería a deshacer su
cama.
Mi hermana pequeña estaba en casa de
su abuela y, por un segundo, la tranquilidad que sentí al saberlo
desapareció cuando caí en la cuenta de que tenía que contarle lo
que había pasado mientras los dos dormíamos. Todo lo demás
trascurrió tan deprisa: el velatorio, la prensa, las facturas que
había que pagar por el entierro, la gente a nuestro al rededor
intentando darnos consuelo y un largo etcétera.
A pesar de todo lo que estaba
aconteciendo recuerdo ahora, un año y medio más tarde, que lo más
chocante fueron los comentarios de la gente sobre mi comportamiento durante
todo ese tiempo: criticaron mi falta de emoción y la ausencia total
de lágrimas en mi cara, como si unos ojos anegados fuesen a poner
fin al dolor. Mi madre me recalcó que me necesitaban fuerte, que yo
siempre lo había sido y que ahora, más que nunca, tenía que ser un
grúa y no la carga. Sinceramente, no me hacían falta esas palabras
porque yo era como ella, soy como ella. Por muy mal que esté y
aunque tenga el alma y el corazón rotos, nunca me he permitido que
los demás se den cuenta.
Tras el entierro, volví a casa,
preparé café y, cuando iba a servirlo, me derrumbé- había
dispuesto dos tazas en la encimera-. Cuando conseguí recomponerme un
poco, me dirigí al dormitorio de mi padre y lo metí todo en cajas.
Las guardé y al día siguiente las tiré todas a la basura. No
quería regalar nada y arriesgarme a toparme algún día con algo que
mi padre hubiese llevado.
Mientras termino de escribir estos
párrafos, en la televisión está finalizando un clásico más. Mi
padre se pondría muy contento, igual que pasaba siempre, cuando veía
al Barça perder.