Una belleza sin igual se presentó ante mí, nadie me avisó de que podría pasar eso. Era una inalcanzable, cegadora, hermosa por su exquisitez, embriagadora por su tez, la culpable de despertar mi libido, mi ansia por poseerle, por sentirle, por degustarle.
Se me apareció con un jersey rojo, ojos claros, unos en los que dependiendo de la luz que le diera en el rostro, te permitía contemplar el mar a través de ellos. Sonrisa perfecta, al menos para mí, para él, el tiempo sería el encargado de corregir el desperfecto. Su amplia espalda y su torso se convirtieron en mi fantasía, en mi deleite. La primera vez que le vi semidesnudo, los pensamientos más impuros y pudorosos acuchillaron mi mente. Su voz resquebrajo mi conciencia, cambió por completo el color de mi vida, me enloqueció.
Ahora es mi Dios, mi afrodita, mi templo, mi perdición, sueño con sus besos, sus manos, las anhelo y las imagino en las más descaradas y bochornosas circunstancias. Lo añoro mío, me añoro suyo. Siento que mi cuerpo no es el mío, que mi mente se trastorna, haciéndome ajeno a su control. Es inevitable. Y, realmente, no soy yo, sino él, su belleza cegadora y, también, mi libido, que se dispara, mi esencia animal que ruge, mi naturaleza que se vuelve indomable. Le deseo.