La primera vez que besé a
un chico fue cuando tenia 8 años. Recuerdo que por circunstancias
ajenas a cualquier niño o niña de mi edad acogimos en casa a unos
primos lejanos. Eran tres, con uno tenía cierta relación porque
habíamos coincidido en otras ocasiones más no conocía a los demás.
El primer día mi abuela preparó una cena sencilla, creo que fue
arroz a la cubana. Cualquier niño adora comer huevos, plátanos y
salchichas fritas. Supongo que eso habrá pensado ella para abrirles
el apetito.
Luego de cenar nos
marchamos a jugar, eran más o menos las siete de la tarde y la noche
empezaba abrazar la ciudad. Si mal no recuerdo, creo que fui el
primero en contar mientras el resto se escondía. Al terminar, empecé
mi búsqueda, me llevó bastante tiempo dar con el primero puesto que
la casa de mis abuelos era inmensa. La primera persona a la que
encontré fue a mi prima. Estaba metida debajo del lavadero de piedra
que había en uno de los patios, detrás de un balde enorme de color
azul oscuro en desuso. Sinceramente, fue pura casualidad o, más
bien, diría suerte que diera con ella.
Yo estaba cruzando el
patio por enésima vez cuando oí una leve risilla cerca del
lavadero. Seguí caminando y cuando supe que estaba fuera de su
rango de visión, me subí a un banco de madera que había justo al
lado y me encaramé en la parte de arriba. Entonces asomé la cabeza
y la vi detrás intentando taparse la boca con la mano izquierda.
Ella me vio también, soltó un gritito, saltó hacia atrás y se dio
en la cabeza. Entonces los dos empezamos a reírnos a carcajada
limpia. Cuando nos calmamos ella se fue al jardín que era donde yo
había contando y, en lo concerniente a mí, proseguí con la
búsqueda.
Al siguiente que encontré
fue a Francisco, con el que tenía cierta relación. Se había
metido en mi habitación, en el ropero, donde tenía una cesta
para las mudas sucias de casi medio metro de alto. En la parte
derecha, había un pequeño recoveco donde cabía alguien de su
tamaño y, la verdad, que era un buen escondite ya que la ropa que
estaba colgada daba muy poca visibilidad al resto del espacio.
Una vez descubierto, tal y
como lo habíamos hablado, se fue al jardín a reunirse con Judith,
mi prima.
Solo quedaba uno, yo
estaba contentísimo porque siempre acababa cansado de buscar y casi
nunca lograba encontrar a todos. Ya prácticamente había recorrido
todas las habitaciones y rincones de la casa, solo me faltaba la de
mis abuelos. Honestamente, me parecía una osadía que hubiese
escogido, precisamente, ese dormitorio como escondrijo pero resultó
que sí, que así había sido.
El cuarto de mis abuelos
tenía una cama de dos por dos metros justo en la mitad, a los lados
descansaba, en la parte izquierda, una mesita de noche con una
biblia, un libro de poesía, una lampará de color marfil y una foto
de uno de viajes a Francia. En la derecha, había una radio, una
lámpara del mismo color y un libro de la biografía de un jugador de
fútbol del que mi abuelo era fan. En la pared del enfrente, justo al
lado contrario de donde la puerta quedaba abierta, había una mesa
con una televisión pequeña, un par de porta retratos, una
colección enciclopédica por tomos y un reloj con forma de búho que
a mí desde que era más pequeño me daba pavor. El armario estaba
empotrado y justo en frente había una ventana que daba a la calle.
Un sillón de color marrón oscuro estaba ubicado en la misma pared, en
la esquina, y él estaba detrás hecho un ovillo.
Yo me subí al sofá y le
jalé del pelo. Él levantó súbitamente la cabeza por la impresión
y me cogió la mano haciendo el amague de mordérmela. Yo tiré en la
dirección contraría, él la dejó ir y yo me fui de espaldas contra
el suelo. El salió asustado pensando que me había hecho daño. Me
ayudó a levantarme y se disculpó diez mil veces. Luego, después de
decirle que no se preocupara, fuimos al jardín para reunirnos con
los demás.
Mi abuela nos mandó a la
ducha antes de cenar, interrumpiendo una conversación acerca de los
fantasmas que, supuestamente, habíamos visto y enfrentado en
nuestras cortas vidas. Una vez aseados nos sentamos a la mesa,
tomamos nuestra cena, nos lavamos los dientes y nos fuimos a la cama.
Mi abuela nos dejó decidir como queríamos dormir esa noche y él
decidió quedarse en mi habitación. Nos metimos en la cama, encendí
mi lámpara y me dispuse a leer Oliver Twist en voz alta para los
dos. Un ratito más tarde, apagué la luz a petición suya y nos
pusimos a hablar de su madre, de cómo había muerto,razón por la
que se estaban quedando con nosotros, y cuando comenzó a llorar, yo
le abrasé y, después de bastante tiempo dejándolo desahogarse
mientras yo le contaba lo que haríamos al día siguiente, nos dimos
un beso, sin más, inocente, como quien da la mano en señal de
saludo o de despedida.
Pasamos el resto de los
días que permanecieron con nosotros juntos aunque nunca más volvió
a pasar lo de esa noche.