12 ago 2017

Capítulo II: El Primer Beso

La primera vez que besé a un chico fue cuando tenia 8 años. Recuerdo que por circunstancias ajenas a cualquier niño o niña de mi edad acogimos en casa a unos primos lejanos. Eran tres, con uno tenía cierta relación porque habíamos coincidido en otras ocasiones más no conocía a los demás. El primer día mi abuela preparó una cena sencilla, creo que fue arroz a la cubana. Cualquier niño adora comer huevos, plátanos y salchichas fritas. Supongo que eso habrá pensado ella para abrirles el apetito.

Luego de cenar nos marchamos a jugar, eran más o menos las siete de la tarde y la noche empezaba abrazar la ciudad. Si mal no recuerdo, creo que fui el primero en contar mientras el resto se escondía. Al terminar, empecé mi búsqueda, me llevó bastante tiempo dar con el primero puesto que la casa de mis abuelos era inmensa. La primera persona a la que encontré fue a mi prima. Estaba metida debajo del lavadero de piedra que había en uno de los patios, detrás de un balde enorme de color azul oscuro en desuso. Sinceramente, fue pura casualidad o, más bien, diría suerte que diera con ella.

Yo estaba cruzando el patio por enésima vez cuando oí una leve risilla cerca del lavadero. Seguí caminando y cuando supe que estaba fuera de su rango de visión, me subí a un banco de madera que había justo al lado y me encaramé en la parte de arriba. Entonces asomé la cabeza y la vi detrás intentando taparse la boca con la mano izquierda. Ella me vio también, soltó un gritito, saltó hacia atrás y se dio en la cabeza. Entonces los dos empezamos a reírnos a carcajada limpia. Cuando nos calmamos ella se fue al jardín que era donde yo había contando y, en lo concerniente a mí, proseguí con la búsqueda.

Al siguiente que encontré fue a Francisco, con el que tenía cierta relación. Se había metido en mi habitación, en el ropero, donde tenía una cesta para las mudas sucias de casi medio metro de alto. En la parte derecha, había un pequeño recoveco donde cabía alguien de su tamaño y, la verdad, que era un buen escondite ya que la ropa que estaba colgada daba muy poca visibilidad al resto del espacio.

Una vez descubierto, tal y como lo habíamos hablado, se fue al jardín a reunirse con Judith, mi prima.

Solo quedaba uno, yo estaba contentísimo porque siempre acababa cansado de buscar y casi nunca lograba encontrar a todos. Ya prácticamente había recorrido todas las habitaciones y rincones de la casa, solo me faltaba la de mis abuelos. Honestamente, me parecía una osadía que hubiese escogido, precisamente, ese dormitorio como escondrijo pero resultó que sí, que así había sido.

El cuarto de mis abuelos tenía una cama de dos por dos metros justo en la mitad, a los lados descansaba, en la parte izquierda, una mesita de noche con una biblia, un libro de poesía, una lampará de color marfil y una foto de uno de viajes a Francia. En la derecha, había una radio, una lámpara del mismo color y un libro de la biografía de un jugador de fútbol del que mi abuelo era fan. En la pared del enfrente, justo al lado contrario de donde la puerta quedaba abierta, había una mesa con una televisión pequeña, un par de porta retratos, una colección enciclopédica por tomos y un reloj con forma de búho que a mí desde que era más pequeño me daba pavor. El armario estaba empotrado y justo en frente había una ventana que daba a la calle. Un sillón de color marrón oscuro estaba ubicado en la misma pared, en la esquina, y él estaba detrás hecho un ovillo.

Yo me subí al sofá y le jalé del pelo. Él levantó súbitamente la cabeza por la impresión y me cogió la mano haciendo el amague de mordérmela. Yo tiré en la dirección contraría, él la dejó ir y yo me fui de espaldas contra el suelo. El salió asustado pensando que me había hecho daño. Me ayudó a levantarme y se disculpó diez mil veces. Luego, después de decirle que no se preocupara, fuimos al jardín para reunirnos con los demás.

Mi abuela nos mandó a la ducha antes de cenar, interrumpiendo una conversación acerca de los fantasmas que, supuestamente, habíamos visto y enfrentado en nuestras cortas vidas. Una vez aseados nos sentamos a la mesa, tomamos nuestra cena, nos lavamos los dientes y nos fuimos a la cama. Mi abuela nos dejó decidir como queríamos dormir esa noche y él decidió quedarse en mi habitación. Nos metimos en la cama, encendí mi lámpara y me dispuse a leer Oliver Twist en voz alta para los dos. Un ratito más tarde, apagué la luz a petición suya y nos pusimos a hablar de su madre, de cómo había muerto,razón por la que se estaban quedando con nosotros, y cuando comenzó a llorar, yo le abrasé y, después de bastante tiempo dejándolo desahogarse mientras yo le contaba lo que haríamos al día siguiente, nos dimos un beso, sin más, inocente, como quien da la mano en señal de saludo o de despedida.


Pasamos el resto de los días que permanecieron con nosotros juntos aunque nunca más volvió a pasar lo de esa noche.

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Jearci Brown

Jearci Brown
Hoy han de llover estrellas porque no he de llorar por penas, hoy te haré el amor? yo, el enamorado poeta con letras de mil poemas mientras el sol paga su condena.

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