Hacía mucho calor, por la luz que
había bien podrían haber sido la una o las tres de la tarde. Lo más
curioso de todo era que las nubes en el cielo no se movían y que los
árboles que se veían en la distancia estaban estáticos. Era como
si el mundo se hubiera detenido y tan solo ellos, que estaban de pie
dentro de la piscina en la parte de atrás del edificio blanco, y
yo, como un espectador en el borde de la misma, estuviéramos allí,
acaparando todo el movimiento del universo.
Borja me miraba como solía hacer, de
una manera dulce y nostálgica, como si tuviese miedo a que fuera a
marcharme y no volver; de hecho, de no haber sido por sus dos
sombras, una susurrándole cosas y la otra agarrándole la mano
izquierda, hubiera saltado a la piscina para abrasarlo. Sin embargo,
en tan solo unos segundos, los sentimientos que se proyectaban a
través de sus ojos desaparecieron y dieron paso a un vacío
desprovisto de emociones.
Mientras tanto, entre miradas y esa
quietud abyecta, un pequeño soplo de aire se levantó de la nada,
trayendo consigo el eco de un minúsculo movimiento de agua. Parpadeé
y, súbitamente, la piscina empezó a llenarse a una velocidad
pasmante. Borja intentó liberarse de aquellos dos hombres que le
agarraban con fuerza y me miraban, simultáneamente, riéndose a todo
pulmón. Por primera vez, escuché como gritaba mi nombre con
claridad y algo totalmente ajeno a mí, me impulsó a saltar al agua
para liberarlo. Cuando estuve dentro, casi llegando a donde se
encontraba retenido, el nivel del agua dejó de crecer y la expresión
de desesperación que tenía se esfumó.
Por unos instantes aquel patio guardó
un silencio sepulcral; yo dejé de avanzar, Borja empezó a reírse a
carcajadas y el hombre bajito y su cuidador levantaron las manos en
mi dirección. Cerré los ojos unas milésimas de segundo y, al
abrirlos, ya no estaban conmigo en el interior de la piscina. La
escena se había dado la vuelta y, ahora, ellos estaba fuera, en el
borde, señalándome mientras el agua reemprendía su antigua tarea.
Comencé a nadar hacía las escaleras para salir de allí cuanto
antes y, una vez estuve fuera, me di cuenta de que ya no estaban en
el mismo sitio.
Borja estaba apostado en la entrada del
edificio blanco, apuntándome con su mano mientras los dos hombres
que iban con él se daban la vuelta para introducirse en el interior;
fue entonces cuando creí verle pronunciar “ayudáme” justo antes
de girarse y desaparecer en las entrañas de aquella construcción.
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