7 may 2012

Una realidad inoportuna.





No hace ni poco más de media hora que Sara salió de su trabajo, de Subsecretaria de Dirección de una multinacional de moda con sede en Madrid. Se encontraba realmente agotada ya que su jornada había sido extraordinariamente pesada: a primera hora de la mañana tuvo que redactar dos informes de un par de reuniones de los dos últimos días que su jefe le pidió nada más entrar por la puerta del despacho. Tras los informes tuvo que acompañar a su jefe, un homosexual déspota y prepotente, a la presentación de la nueva temporada por parte de nuevos talentos que empezaban a tener renombre como diseñadores. Todo esto antes de la hora de la comida. Por la tarde,  estuvo presente en los arreglos para una cena que, una vez se marchara todo el personal prescindible, empezaría y que tenía que ir como los chorros del oro ya que del ágape dependería la inversión de nuevos patrocinadores para la próxima  campaña que estaba preparando la empresa en España, por lo que la cantidad en juego era descomunal. Así que, habiendo desempeñado su labor en la compañía con todo el éxito y mérito que le correspondía, Sara empezaba a bajar las escaleras mecánicas de la parada de metro de Sol.

Descendió las cuatro plantas que le correspondían para coger el tren con destino Atocha y, luego, hacer el trasbordo monótono hacia Fuenlabrada.  En la primera parada, es decir, la de Sol, se encontró con la sorpresa de unas dependencias totalmente vacías. Aún faltaban 7 minutos para que pasara el próximo tren. 

Estaba impaciente y sobresaltada, como siempre que le ocurría cuando algo que no acompañaba a su repetitiva vida diaria se salía de lo “normal”. En el andén del frente, para el que nunca ha estado en la mencionada estación, sólo hay un par de los susodichos, ella no paraba de ver sombras y siluetas de personas que, en apariencia, descendían las escaleras para llegar al mismo, mas lo cierto es que no había nadie, solo luces y las consecuentes figuras que se dibujan en su ausencia.  Faltaban dos minutos.

Ahora escucha voces pero no  molestan la ya perturbada escena  -es lo normal-  piensa ella- al fin y al cabo es una parada de trenes-.  Oye como el poco aire, que corre por el amplio pasillo que se alza por encima de su cabeza y que baja temeroso de caerse a los carriles,  viene acompañado por suaves sonidos que parecen acercarse. Hay algo que no le gusta en esas voces,  no está segura de si son las palabras que creyó entender o el tono en que fueron dichas, el caso es que decidió borrarlas con la misma rapidez con la que fueron detectadas. Al fin el tren ha llegado.

Se subió corriendo y se sitúo  justo en el grupo de sillas que hay a la izquierda, cerca de la puerta, para poder vigilarlo todo.  Entró tan ensimismada y asustada que no reparó en la preponderante ausencia de personas en el vagón. El tren tardó justo ciento ochenta segundos en llegar a Atocha.  Sara se pasó el corto trayecto escuchando música, intentando que su cabeza no divagase demasiado en lo que le estaba pasando. No podía permitírselo. Sería demasiada presión e impresión que echarse a la espalda.

Salió corriendo del tren, subió las escaleras y caminó apresuradamente hacia el andén número nueve, cuyo letrero le enviaba, con el vaivén del mensaje,  que estaba apunto de perderlo. Bajó las escaleras de nuevo y llegó con un margen de diferencia suficiente para darse cuenta de que allí tampoco había nadie.  Sin embargo, parece que el aire gélido de la noche sigue trayéndole consigo voces de desconocidos. Al subirse al tren sintió un vuelco en el corazón y como las luces del mismo le deslumbran hasta casi cegarla.  Se sentó, muerta de frío, pálida por lo que acababa de pasarle, muerta de terror ante la fachada macabra de las circunstancias. Volvió a ponerse los auriculares, mas en esta ocasión no tuvieron el mismo efecto tranquilizador.

Mientras estaba sentada sintió el roce que produce el pasar de la gente por los lados, nota el pararse y sentarse de éstos cada vez que el tren llega a una nueva parada, escucha las palabras de encuentros inesperados y de despedidas. Tiene la certeza de que el vagón, a pesar de estar despoblado, esta vivo. Está a una parada de su casa.

Una vez el tren hubo llegado a su destino y tan deprisa como le fue posible, salió disparada de la estación.  Descendió las escaleras, pasó el tique por la máquina correspondiente y, en movimiento ascendente, atravesó el último tramo de escaleras que la separaban de la salida de la Estación de Fuenlabrada Central y la seguridad de su casa. Caminó, una vez en la calle, casi con amagos de trote hacia su hogar, dobló la esquina que le faltaba en su trayecto y, al llegar por fin a su portal, metió la mano en su bolso para coger las llaves sin lograr hacerse con el tacto de las susodichas. Estaba desesperada, tanto que no se le pasó por la cabeza la opción de llamar al timbre y cuando ya estaba al límite que existe entre la cordura y la locura,  la puerta  se abrió aunque seguía sin haber nadie.  Escuchó lamentos que provenía de dentro, así que entró y, acto seguido, la puerta se cerró tras ella. 

La casa estaba despoblada. Sólo permanecían en su sitio los olores y los ruidos característicos del que son poseedores sus habitantes.

Se metió en la cama para intentar dormir, creyó que no lo conseguiría pero nada más rozar su cabeza la almohada cayó rendida.

Al acostarse tenía la firme creencia de que para cuando se despertará a la mañana siguiente, en la cocina de su casa la esperaría el olor a café con leche y a tostadas con mantequilla que le preparaba su compañera de piso para desayunar cada día. No había rastros ni restos de actividad humana.  Se dirigió al salón y encima de la mesa de centro se topó con una factura y una dirección. Seguro que allí encontraría a su amiga, Alba -pensó en su interior-  y le podría contar todo lo que le estaba sucediendo.

Cuando se disponía a salir de nuevo, sonó el teléfono fijo pero decidió no prestarle atención, de modo que continúo con su camino hacia la puerta, sin embargo, antes de abrirla, lo que escuchó hizo que se detuviera en seco. Paulatinamente, se encaminó al salón, le dio al botón de la grabadora del buzón de voz y tomó asiento para escuchar de nuevo el mensaje:

“Alba, el velatorio de Sara se va celebrar finalmente en casa de sus padres, por favor ven cuanto antes, mis padres quieren que estés junto a ellos desde el principio, sinceramente, yo también lo deseo. No tardes. Te quiero”

Sara se quedó sentada, asimilando lo que acababa de escuchar, cavilando e intentando entender lo que se alzaba ante sus ojos. Lo comprendió todo: las voces ocultas, la soledad de las calles, el frío interminable…
                
Permaneció en la misma posición, con el amago de una larga espera.




1 comentario:

  1. Es bárbaro. Absolutamente genial. de Corto. he vivido con ella cada instante y el momento vagón de tren me dio escalofríos. Eres un crack querido shaoran

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Jearci Brown

Jearci Brown
Hoy han de llover estrellas porque no he de llorar por penas, hoy te haré el amor? yo, el enamorado poeta con letras de mil poemas mientras el sol paga su condena.

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