No hace ni poco más de media hora que Sara salió de
su trabajo, de Subsecretaria de Dirección de una multinacional de moda con sede
en Madrid. Se encontraba realmente agotada ya que su jornada había sido
extraordinariamente pesada: a primera hora de la mañana tuvo que redactar dos
informes de un par de reuniones de los dos últimos días que su jefe le pidió
nada más entrar por la puerta del despacho. Tras los informes tuvo que
acompañar a su jefe, un homosexual déspota y prepotente, a la presentación de la
nueva temporada por parte de nuevos talentos que empezaban a tener renombre
como diseñadores. Todo esto antes de la hora de la comida. Por la tarde, estuvo presente en los arreglos para una cena
que, una vez se marchara todo el personal prescindible, empezaría y que tenía
que ir como los chorros del oro ya que del ágape dependería la inversión de
nuevos patrocinadores para la próxima
campaña que estaba preparando la empresa en España, por lo que la
cantidad en juego era descomunal. Así que, habiendo desempeñado su labor en la
compañía con todo el éxito y mérito que le correspondía, Sara empezaba a bajar
las escaleras mecánicas de la parada de metro de Sol.
Descendió las cuatro plantas que le correspondían
para coger el tren con destino Atocha y, luego, hacer el trasbordo monótono
hacia Fuenlabrada. En la primera parada,
es decir, la de Sol, se encontró con la sorpresa de unas dependencias
totalmente vacías. Aún faltaban 7 minutos para que pasara el próximo tren.
Estaba impaciente y sobresaltada, como siempre que
le ocurría cuando algo que no acompañaba a su repetitiva vida diaria se salía
de lo “normal”. En el andén del frente, para el que nunca ha estado en la
mencionada estación, sólo hay un par de los susodichos, ella no paraba de ver
sombras y siluetas de personas que, en apariencia, descendían las escaleras
para llegar al mismo, mas lo cierto es que no había nadie, solo luces y las
consecuentes figuras que se dibujan en su ausencia. Faltaban dos minutos.
Ahora escucha voces pero no molestan la ya perturbada escena -es lo normal-
piensa ella- al fin y al cabo es una parada de trenes-. Oye como el poco aire, que corre por el
amplio pasillo que se alza por encima de su cabeza y que baja temeroso de
caerse a los carriles, viene acompañado
por suaves sonidos que parecen acercarse. Hay algo que no le gusta en esas
voces, no está segura de si son las
palabras que creyó entender o el tono en que fueron dichas, el caso es que
decidió borrarlas con la misma rapidez con la que fueron detectadas. Al fin el
tren ha llegado.
Se subió corriendo y se sitúo justo en el grupo de sillas que hay a la
izquierda, cerca de la puerta, para poder vigilarlo todo. Entró tan ensimismada y asustada que no
reparó en la preponderante ausencia de personas en el vagón. El tren tardó
justo ciento ochenta segundos en llegar a Atocha. Sara se pasó el corto trayecto escuchando
música, intentando que su cabeza no divagase demasiado en lo que le estaba
pasando. No podía permitírselo. Sería demasiada presión e impresión que echarse
a la espalda.
Salió corriendo del tren, subió las escaleras y
caminó apresuradamente hacia el andén número nueve, cuyo letrero le enviaba,
con el vaivén del mensaje, que estaba
apunto de perderlo. Bajó las escaleras de nuevo y llegó con un margen de
diferencia suficiente para darse cuenta de que allí tampoco había nadie. Sin embargo, parece que el aire gélido de la
noche sigue trayéndole consigo voces de desconocidos. Al subirse al tren sintió
un vuelco en el corazón y como las luces del mismo le deslumbran hasta casi
cegarla. Se sentó, muerta de frío,
pálida por lo que acababa de pasarle, muerta de terror ante la fachada macabra
de las circunstancias. Volvió a ponerse los auriculares, mas en esta ocasión no
tuvieron el mismo efecto tranquilizador.
Mientras estaba sentada sintió el roce que produce
el pasar de la gente por los lados, nota el pararse y sentarse de éstos cada
vez que el tren llega a una nueva parada, escucha las palabras de encuentros
inesperados y de despedidas. Tiene la certeza de que el vagón, a pesar de estar
despoblado, esta vivo. Está a una parada de su casa.
Una vez el tren hubo llegado a su destino y tan
deprisa como le fue posible, salió disparada de la estación. Descendió las escaleras, pasó el tique por la
máquina correspondiente y, en movimiento ascendente, atravesó el último tramo
de escaleras que la separaban de la salida de la Estación de Fuenlabrada
Central y la seguridad de su casa. Caminó, una vez en la calle, casi con amagos
de trote hacia su hogar, dobló la esquina que le faltaba en su trayecto y, al
llegar por fin a su portal, metió la mano en su bolso para coger las llaves sin
lograr hacerse con el tacto de las susodichas. Estaba desesperada, tanto que no
se le pasó por la cabeza la opción de llamar al timbre y cuando ya estaba al límite
que existe entre la cordura y la locura,
la puerta se abrió aunque seguía
sin haber nadie. Escuchó lamentos que
provenía de dentro, así que entró y, acto seguido, la puerta se cerró tras
ella.
La casa estaba despoblada. Sólo permanecían en su
sitio los olores y los ruidos característicos del que son poseedores sus
habitantes.
Se metió en la cama para intentar dormir, creyó que
no lo conseguiría pero nada más rozar su cabeza la almohada cayó rendida.
Al acostarse tenía la firme creencia de que para
cuando se despertará a la mañana siguiente, en la cocina de su casa la
esperaría el olor a café con leche y a tostadas con mantequilla que le
preparaba su compañera de piso para desayunar cada día. No había rastros ni
restos de actividad humana. Se dirigió
al salón y encima de la mesa de centro se topó con una factura y una dirección.
Seguro que allí encontraría a su amiga, Alba -pensó en su interior- y le podría contar todo lo que le estaba
sucediendo.
Cuando se disponía a salir de nuevo, sonó el
teléfono fijo pero decidió no prestarle atención, de modo que continúo con su
camino hacia la puerta, sin embargo, antes de abrirla, lo que escuchó hizo que
se detuviera en seco. Paulatinamente, se encaminó al salón, le dio al botón de
la grabadora del buzón de voz y tomó asiento para escuchar de nuevo el mensaje:
“Alba, el
velatorio de Sara se va celebrar finalmente en casa de sus padres, por favor
ven cuanto antes, mis padres quieren que estés junto a ellos desde el
principio, sinceramente, yo también lo deseo. No tardes. Te quiero”
Sara se quedó sentada, asimilando lo que acababa de
escuchar, cavilando e intentando entender lo que se alzaba ante sus ojos. Lo
comprendió todo: las voces ocultas, la soledad de las calles, el frío
interminable…
Permaneció
en la misma posición, con el amago de una larga espera.
Es bárbaro. Absolutamente genial. de Corto. he vivido con ella cada instante y el momento vagón de tren me dio escalofríos. Eres un crack querido shaoran
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