Durante muchos años deseé poder
sentarme delante de una máquina de escribir y contar mi historia
aunque nunca llegase a manos de nadie. Quería que todo aquello que
me ha hecho ser como soy quedara plasmado en papel, con la esperanza
de que nunca se perdiera. Es así como he llegado hasta aquí; al
punto culminante de mi vida en donde ya solo queda contar los días
para el último y darme toda la prisa posible para que el tiempo no
se haga con la victoria. Así pues, creo que ha llegado el momento
añorado:
Nací en un pueblo pequeño, habitado
en aquel entonces por unas pocas familias, burros , cabras y algún
caballo viejo de raza ralea que desentonaba totalmente con el cuadro
que desde fuera podría contemplarse. Mis padres eran dos señores
campesinos, que como todos los negros de la región, trabajaban en
las plantaciones que durante los últimos años habían germinado
como panales de abejas. Eramos felices; niños dichosos que jugábamos
inocentes entre los adultos y los animales soñando con ser los
dueños de los predios y que ignoraban por completo la realidad que
día a día sufrían nuestros padres pese a que, en muchas ocasiones
por no decir a diario, veíamos suceder vejaciones y atrocidades de
todo tipo.
Recuerdo que una vez, yo debía de
tener unos cinco o seis años, acababa de terminar de ordeñar una de
las pocas vacas que teníamos y que hacia mucho frío. Mi ropa, como
la de cualquier otro trabajador, a penas daba para resguardarnos un
poco de las inclemencias del tiempo, entonces, al ver el vapor que
desprendía el cubo con la leche se me antojó probar un poco, “el amo no se
dará cuenta”-pensé-, aunque para mi mala suerte, justo en el
momento en que metía uno de mis dedos en el líquido, él entraba en
el granero. Solté el cubo y le supliqué que me perdonara, que no
volvería a hacerlo y que tenía frío y hambre y que, por eso, había
decidido beber un poquito de aquella leche humeante. Él se colocó a
mi altura, agarró el balde, me tiró la leche por encima y,
posteriormente, empezó a azotarme con el cubo desaforadamente. Mis
padres me encontraron ahí varias horas después, calado y lleno de
moratones.
En otra ocasión, años más adelante,
una de las hijas de los patrones y mi hermana pequeña estaban
jugando en el jardín trasero, cerca del antigüo pozo de la casona,
se lo pasaban realmente bien. Aún recuerdo sus carcajadas viscerales
y desenfrenadas. El caso es que mi hermanita encontró una piedra
muy bonita: era lisa y parecía brillar con la luz del sol. Entonces,
Laia, así se llamaba la hija de los dueños, vino corriendo y le
pidió que se la entregara. Judith, nombre al que respondía mi
hermana, se negó, era suya, ella la había encontrado, “si quieres
te la enseño pero no te la voy a dar”- algo parecido creo que le
dijo-, entonces Laia se irguió y le dijo emulando a sus padres: “Te
ordeno que me la des , tú y todo lo que tienes es de mi propiedad,
no te lo volveré a repetir. Judith movió la cabeza de un lado para
otro y, de repente, la otra niña le dio una bofetada, le quitó la
piedra, la insultó y, posteriormente, dio media vuelta y se marchó.
Mi hermana se quedó muy triste, estuvo
varios días sin apenas hablar.
Así era nuestra vida; nuestras madres
les criaban y nuestros padres trabajaban sus tierras y aún así nos
odiaban. Los padres de los blancos les enseñaban a odiarnos.
Sin embargo, el episodio más
traumático que he presenciado fue la noche en que murió mi padre.
Aquel día había sido como otro cualquiera: mucha faena de sol a
sol, un calor infernal, ruidos de animales, gritos de los
capataces... en fin, lo mismo de siempre. Al llegar la noche, todos
los criados y su prole estábamos cenando y riendo a carcajadas, a
pesar de las dificultades recuerdo que siempre sonreíamos, cuando
uno de los dueños irrumpió en nuestra cocina. Llamó a mi padre,
que amagando un poco se puso de pie, y le ordenó salir para reunirse
con él en el patio. Allí le esperaban tres empleados de confianza
del patrón. Dos de ellos le agarraron y le ataron a un árbol y,el
tercero, empezó a azotarle y llamarle ladrón, ¡le llamaban ladrón!
Le golpearon durante varias horas, al amanecer ordenaron soltarle;aún
escucho el sonido del cuerpo al impactar contra el suelo.
Lo recogieron, le llevaron a su cama y
las amigas de mi madre la ayudaron a limpiarle las heridas. Olía
mucho a sangre; la espalda de mi padre era como una gran herida
abierta. Le pusieron su camisa blanca y su mejor pantalón y lo
metieron en una caja de madera. Al anochecer lo cremaron. La señora
Brigitte cantó todo el tiempo el blues favorito de mi padre.
Al día siguiente, todos,incluidos mi
madre y yo, regresamos al trabajo. Reanudamos nuestras labores para
los asesinos de nuestro padre.
Ahora, parece que todo ha cambiado;
podemos votar y pasear por los mismo locales que frecuentan los
blancos,¡incluso hay negros en puestos importantes de las
principales empresas del país! Hace poco mi bisnieto me trajo mi
taza de té y se sentó conmigo a hacerme compañía y darme
conversación, cuando uno de sus amigos pasó por delante del porche,
al despedirse le dijo algo que nunca había escuchado antes, la
palabra creo recordar era “nigga” , le pregunté sobre la marcha
qué significaba y él me contestó: “ significa negrata bisa”.
Estuve riéndome sin parar varios minutos.
Siempre quise esto, desde que estalló la guerra hace dos años. Siempre. Recuerdo la herida recalcitrante de no poder hacer nada; las horas interminables haciendo cola con la nieve cayendo sobre los miles de muchachos jóvenes que habíamos fuera; las ganas irrefrenables de entrar en combate a sabiendas de que, posiblemente, podría no volver a casa.
¡Hasta que por fin llegó el SÍ!, entonces comenzamos con las instrucciones y adiestramientos para la guerra. De la misma manera nos obligaron a cortarnos el pelo, a levantarnos corriendo a la madrugada, a formarnos cuando pasaba algún alto mando, a cualquier hora y en cualquier lugar. Sin embargo, no todo ese sacrificio tenía que ver con las instituciones y con las horas de preparación. También hubieron despedidas, madres sobre el suelo llorando, la mayoría de veces, implorando a sus hijos e hijas que no fueran. Sí, se derramaron muchas lágrimas.
Luego vino la emoción y la valentía intrínseca del desconocimiento de lo que una conflagración suponía. A medida que íbamos llegando a nuestro destino las cosas empezaron a perfilarse tal cual eran en realidad: pueblos devastados, cadáveres por todas partes, gente vagando en busca de comida, infantes llorando por la pérdida de sus padres y la magnitud demoledora de verse solos en el mundo... . Sin embargo, el sentimiento que más fuerte permanece es el de la venganza; todos los días escuchábamos propaganda contra el enemigo, tanto así que nos enseñaron a odiarles, a verles como monstruos y no como personas. Así, supongo, será más fácil arrebatarles la vida.
Y, por fin, hoy me ha tocado guardia. Creo que el camuflaje está bien hecho y que estoy totalmente fuera del alcance de los otros centinelas. A mi lado está Nikhola, es un par de años más joven que yo y,sin embargo, su seguridad y aplomo me rebasan por todos los lados. Debemos llevar más de cinco horas aquí arriba, las vistas son perfectas y nos permiten ver todo lo que pasa a varios kilómetros a la redonda: justo delante nuestro hay un camarada contra la pared, bebiendo un poco de agua de su cantimplora, más adelante, dirección suroeste, una de las pocas chicas de la unidad parece estar hablando con alguien aunque está sola y, hacia el sur, yacen apilados los cuerpos de los compañeros y compañeras caídos.
Hace unos minutos hemos escuchado unas voces, guardamos silencio unos instantes y nos damos cuenta de que no son de los nuestros; su acento es distinto. Erguimos un poco el cuello y con el rabillo del ojo vemos tres figuras, con unos uniformes distintos de los que llevamos, caminando silenciosamente. Dos de ellos se mueven al compás de las órdenes que reciben de un tercero que se queda relegado. Entonces soy consciente de que tengo que disparar por primera vez.
-¡Prepárate!- me dijo Nikhola-, están apunto de salir de nuestro radio de visión, ¡tenemos que disparar ya!
-Aún tenemos algo de tiempo y necesitamos colocarnos de nuevo sin que se nos vea-le contesté-.
-A la de tres disparamos- dijo en tono autoritario-. ¿Estás listo?
-Eso creo.
En aquel momento supe que tendría que hacerlo aunque no quisiera. Daba igual lo que sentía antes, esa sensación de deber se había esfumado porque lo que tenía delante no era el enemigo sino tres seres humanos que serían llorados u olvidados como nosotros dos.
-¡Venga, es el momento!- Susurró con frialdad enterrada en la voz-.
Entonces comenzó a contar mientras yo apretaba con todas mis fuerzas mi DSR-1 y me preparaba para apretar el gatillo.
Tres, dos...
El tercer soldado enemigo corría entre los arbustos dejando atrás a sus colegas abatidos. Unos segundos después la tercera bala de Nikhola le atravesó.
“Ayúdame” fue lo último que me
dijo Borja antes de meterse en el edificio blanco.
Salí corriendo tras él incluso antes
de que terminara de mover los labios, ¿había estado fingiendo
simpatía por esos dos hombres solo por miedo a las consecuencias?-
fue la primera pregunta que me planteé mientras cruzaba el umbral de
la puerta hacia la oscuridad-.
Volví a descender por la trampilla,
esta vez sin vacilar, tan rápido como me fue posible. El tubo
parecía brillar más que en la anterior ocasión y, a lo lejos, vi
perfectamente la espalda de Borja que se alejaba a grandes pasos
entre una infinidad de pasillos que no reconocía. Grité su nombre
para que se detuviera pero parecía no escucharme; continúo
corriendo hasta que ambos llegamos a una lóbrega estancia de muros
altos,humedad penetrante y sensación de abismo invencible. En el
centro, una estructura imponente daba vueltas portando entre sus
cimientos cientos de formas distintas y medio iluminadas por una luz
tenue que se colaba tímida desde dentro.
Me aproximé a paso lento, escudriñando
todo a mi alrededor, en busca de los dos hombres que sabía me
estaban esperando porque notaba su mirada clavada en la espalda igual
que en ocasiones anteriores. Cuando llegué al centro descubrí que
lo que giraba interminablemente era un carrusel, que a excepción de
los focos, parecía recién fabricado. Sin embargo, lo que me
sorprendió no fue el hecho de encontrarme algo así en semejante
lugar sino descubrir que las figuras que había en medio tenían
formas humanas dispuestas sin distinción: hombres, niños, mujeres y
personas mayores. Todas con la misma sonrisa de triunfo que Borja
reflejaba en muchas ocasiones.
Cuando reaccioné ante aquel horror en
forma de atracción de feria, unas pequeñas sombras se reflejaron en
un cristal que rodeaba el eje sobre el que se soportaba aquel
monstruoso ejemplar, y entre ellas estaba Borja, flanqueado de nuevo
por el hombre bajito y su cuidador. Esquivé cuanta figura se me puso
por medio, no sin caerme de bruces un centenar de veces, hasta que
les dí alcance por primera vez. Solo nos separaba la transparencia
inmaculada de esa irrompible superficie.
Sin embargo, había algo raro en la
actitud de aquellos individuos, era como si se hubiesen intercambiado
los roles y ahora el cuidador era el perturbado y este, a su vez, el
otro. Lo cierto era que ninguno de esos sinos me interesaban, tan
solo quería saber quiénes eran, por qué hacían aquellas cosas y,
sobre todo, por qué lo habían tomado como a uno más del grupo.
Ninguno respondió. Ante aquel silencio solo me quedaba la opción de
entrar, enfrentarme a ellos y liberar a Borja; por ese motivo,
intenté, en vano, romper el cristal de nuevo o buscar una puerta o
algún otro recoveco por el que colarme aunque mis esperanzas
empezaron a desinflarse al darme cuenta de que aquella estructura
estaba cerrada herméticamente.
Empezaba a desesperarme, quería
sacarlo, alejarlo de aquellos hombres y, sin darme cuenta apenas,
comencé a embestir el cristal con todas mis fuerzas. La risa del que
antes era el cuidador era incluso peor que la del otro, más
profunda, gutural y aguda. Inclusive el hombre bajito reía. Ambos se
burlaban de mis intentos fallidos. Fue entonces cuando vi lágrimas
en los ojos de Borja que en un arranque de rabia golpeó el cristal
desde dentro, gritando simultáneamente mi nombre, hasta que el
hombre bajito le agarró por detrás, con la misma fuerza con la que
me había arrastrado aquella noche en el sótano y, el otro, rodeó
con las manos su cabeza y, antes de que pudiéramos decir o hacer
nada más, le rompió el cuello ante mis ojos.
El mundo se detuvo, apenas por unos
segundos, porque, por fin, hablaron:
“No podrás librarte de nosotros
nunca. Volveremos a visitarte cada vez que te ilusiones con alguien,
cuando en tu corazón empiece a nacer el amor, vendremos a
arrebatártelo. Somos los que rompemos los lazos y estamos en todas
partes.”
Yo estaba en el suelo, apoyado contra
el cristal y, cuando me puse en pie, ya no estaban ahí. Seguí con la
cabeza sus voces y los vi fuera del carrusel, sujetando entre sus
manos a Borja. Seguían hablando:
“¿Ves todas esas personas a tu
alrededor? Son otros como él, seres de corazones frágiles que creen
amar pero no es así. Antes no pudiste romper el cristal porque
representa la barrera que él mismo, en su subconsciente, puso contra
ti. Solo él podía romperla si de verdad lo hubiese deseado y, en
efecto, antes creímos que lo haría pero era rabia y pena, no amor.
Una vez que entramos en el círculo que se ha creado entre dos
personas y que empieza a romperse, nos colamos y acabamos con él.
Las sonrisas que tienen todas esas personas que dan vueltas en el
carrusel representan el triunfo pasado de haber encontrado el amor. Y
esto representa su muerte-dijeron moviendo los brazos alrededor-.
Cuando despiertes Borja estará a tu lado pero ya no verás en sus
ojos lo que veías antes. Su amor ya no te pertenece, ahora es
nuestro”.
Mientras terminaban de hablar,
volvieron a entrar en el carrusel y pusieron el cuerpo de Borja entre
las otras figuras, con la mano levantada señalándome y con la
sonrisa de triunfo que todas aquellas personas compartían.
Hacía mucho calor, por la luz que
había bien podrían haber sido la una o las tres de la tarde. Lo más
curioso de todo era que las nubes en el cielo no se movían y que los
árboles que se veían en la distancia estaban estáticos. Era como
si el mundo se hubiera detenido y tan solo ellos, que estaban de pie
dentro de la piscina en la parte de atrás del edificio blanco, y
yo, como un espectador en el borde de la misma, estuviéramos allí,
acaparando todo el movimiento del universo.
Borja me miraba como solía hacer, de
una manera dulce y nostálgica, como si tuviese miedo a que fuera a
marcharme y no volver; de hecho, de no haber sido por sus dos
sombras, una susurrándole cosas y la otra agarrándole la mano
izquierda, hubiera saltado a la piscina para abrasarlo. Sin embargo,
en tan solo unos segundos, los sentimientos que se proyectaban a
través de sus ojos desaparecieron y dieron paso a un vacío
desprovisto de emociones.
Mientras tanto, entre miradas y esa
quietud abyecta, un pequeño soplo de aire se levantó de la nada,
trayendo consigo el eco de un minúsculo movimiento de agua. Parpadeé
y, súbitamente, la piscina empezó a llenarse a una velocidad
pasmante. Borja intentó liberarse de aquellos dos hombres que le
agarraban con fuerza y me miraban, simultáneamente, riéndose a todo
pulmón. Por primera vez, escuché como gritaba mi nombre con
claridad y algo totalmente ajeno a mí, me impulsó a saltar al agua
para liberarlo. Cuando estuve dentro, casi llegando a donde se
encontraba retenido, el nivel del agua dejó de crecer y la expresión
de desesperación que tenía se esfumó.
Por unos instantes aquel patio guardó
un silencio sepulcral; yo dejé de avanzar, Borja empezó a reírse a
carcajadas y el hombre bajito y su cuidador levantaron las manos en
mi dirección. Cerré los ojos unas milésimas de segundo y, al
abrirlos, ya no estaban conmigo en el interior de la piscina. La
escena se había dado la vuelta y, ahora, ellos estaba fuera, en el
borde, señalándome mientras el agua reemprendía su antigua tarea.
Comencé a nadar hacía las escaleras para salir de allí cuanto
antes y, una vez estuve fuera, me di cuenta de que ya no estaban en
el mismo sitio.
Borja estaba apostado en la entrada del
edificio blanco, apuntándome con su mano mientras los dos hombres
que iban con él se daban la vuelta para introducirse en el interior;
fue entonces cuando creí verle pronunciar “ayudáme” justo antes
de girarse y desaparecer en las entrañas de aquella construcción.
Estaba amordazado y atado contra una
silla llena de herrumbre, en mitad de algo parecido a un sótano. El
suelo estaba manchado de una especie de líquido oscuro y de las
paredes colgaban trastos abandonados y cubiertos de polvo y óxido; entre
ellos distinguió un espejo viejo y roto, unos remos carcomidos y una
pila de libros desperdigados por la base de los muros. Afuera llovía,
al menos era lo que parecía ocurrir puesto que, contra una pequeña
ventana que hacía esquina, chocaban constantemente gotas.
Algo le resultaba vagamente familiar de
ese lugar aunque no estaba seguro de qué era, pero tenía la
sensación de que ya había estado allí antes. Seguía mirando
alrededor, buscando algún detalle que dispersará sus dudas cuando
creyó oír la reverberación de lo que parecía una sonrisa que se
acercaba paulatinamente a donde estaba él. Mientras estaba
concentrado en encontrar su procedencia, creyó ver la silueta de
alguien que corría pegado a la pared. Posiblemente lleve aquí
conmigo desde el principio-pensó asustado-; le insistió para que se
detuviera y diera la cara pero esa persona seguía desplazándose de
un rincón a otro incansablemente. Fue entonces cuando cayó en la
cuenta de que esa sonrisa le resultaba familiar.
-¿Eres tú verdad?- Le gritó
reclamando su atención-. ¿Dónde está tu cuidador?
No obtuvo ninguna respuesta verbal. Sin
embargo, consiguió que dejara de correr pero no así de reírse,
cada vez con más fuerza. Entonces levantó la mano y apuntó con su
dedo izquierdo justo detrás de donde lo habían dejado maniatado .
Volvió la cabeza y lo vio, serio como siempre, mirándolo
imperturbable. La sonrisa cesó y, tanto el cuidador como el señor
bajito viraron sus rostros hacía la derecha en donde, de pie y
detrás de unos muebles sucios, estaba Borja, esperando a ser
invitado a participar.
Comenzó a acercarse poco a poco y,
una vez estuvo a altura de sus acompañantes, paró de caminar y se
puso de rodillas delante de él, que seguía sin dar crédito a lo
que estaba presenciando. Le preguntó varias veces por qué lo hacía,
quiénes eran ellos y por qué no los detenía mas no contestó a
ninguna de sus preguntas. Lo único que hizo fue besarle justo en el
momento en que iba a seguir con sus reclamos. Entonces, entre la
desesperación y la esperanza, correspondió a sus labios hasta que
un pequeño pinchazo en su dedo índice le hizo darse cuenta de que
ese ya no era su novio, al menos no el que creía conocer.
Borja agarró su mano y la sostuvo
entre una de las suyas y el soporte del brazo izquierdo de la silla,
y comenzó a clavar en la yema de sus dedos la punta de una pequeña
navaja de bolsillo. Cada vez que terminaba con uno, le besaba,
limpiaba sus lágrimas y pasaba al siguiente y, cuando hubo terminado
con todos, se puso en pie y se apartó. Posteriormente, el hombre
bajito le desató y lo arrastró, haciendo gala de una fuerza
impensable, hasta una columna donde lo volvió a amarrar.
Se estaba quedando dormido cuando Borja
volvió a acercarse. Él no trató de disuadirlo porque sabía que
era inútil; simplemente, se aferró a la esperanza de que, hiciera lo
que hiciera, terminara pronto. Guardó silencio y le sostuvo la
mirada mientras le rompía la camisa. En esta ocasión no hubieron
besos, tan solo se limitó a hacerle pequeños cortes por el pecho y
la barriga, dibujando en su cara, simultáneamente, esa media sonrisa
de triunfo que ya había presenciado otras veces. Volvió a alejarse
pero tan solo por unos segundos, puesto que regresó portando entre
sus manos un palo gordo de punta redonda con el que propinó, sin
darle tiempo a asimilar lo que iba a pasar, un golpe seco en el brazo
derecho. El eco del cúbito partiéndose en dos inundó cada recoveco
a su alrededor y el grito de dolor fue tan desmesurado que incluso
perturbó al hombre bajito, que dejó de reírse por unos instantes.
Luego, repitió el mismo movimiento contra su pierna derecha,
dejándolo soportar su peso por los miembros de su otro lado.
Borja se quedó estático y pronunció
el nombre de su novio, que había perdido la conciencia tras el
segundo golpe. En su subconsciente, él escuchó la voz llamándolo
y, lentamente, fue abriendo los ojos. Cuando volvía estar medio
lucido de nuevo, reparó en que no estaba atado y en el hecho de que
no le dolía nada. Borja estaba a su lado, en la cama, llamándole
para que despertara. Al verlo, se echó a un lado y se levantó de la
cama de un salto con la intención de ponerse a salvo. Una hora más
tarde, habiéndole contado a su novio lo que había soñado, entraron
en el cuarto de la lavadora, donde en la pared de en frente, justo al
entrar, descansaban uno remos y una pila de libros perfectamente
ordenada.
Alguien me estaba observando, desde
algún lugar en aquellas cuatro paredes donde me encontraba atrapado.
Sabía que estaba rodeado de muros fríos y robustos y que tenía que
estar muy aislado ya que apenas se escuchaba nada ni corría el aire.
Hacía rato que me había quedado sin voz intentando conseguir la
respuesta o el auxilio de alguien, por lo que cualquier esperanza
que quedara se vio reducida a la piedad de aquella persona que me
había metido allí.
Me senté en el suelo, exhausto de dar
vueltas y golpes, a la espera de lo que fuera a ocurrir. Entonces,
trascurridos unos minutos, percibí lo que parecían unas tuberías
chirriando estrepitosamente. Acto seguido, me levanté y empecé a
tantear de nuevo el cubículo. Unos instantes después, una corriente
de aire atravesó mi cuerpo y mis pies se entumecieron al contacto de
lo que supuse sería agua. Al principio solo se trataba de una capa
fina , como la que deja el sereno al caer por la noche; sin embargo,
poco a poco el nivel empezó a subir... .
Cuando tenía el agua por las
rodillas, algunos recuerdos brotaron de lo más profundo de mi mente,
donde los había dejado relegados, y los sentimientos que venían
ligados a ellos despertaron, también, de su letargo. Todos al mismo
tiempo: como aquella primera cita con Borja, en la que quedamos para
tomarnos un café en la plaza de Haría , a media tarde. Recuerdo que
hacía bastante frío para ser las tres y que, a través
de las ramas de los arboles, se colaban pequeños rayos de sol que
daban cierto regocijo. Al terminar el café subimos al mirador y,
tras una larga conversación, dio el primer paso y me besó.
También, recordé la separación de
mis padres, la muerte de mi tío, los paseos con mi perro Tuny por la
playa de Arrieta y las tardes en casa de mis amigas charlando y
tomando cervezas. Entonces supe que no saldría de allí y que,
posiblemente, nadie, salvo la persona que había abierto los
conductos por donde brotaban ahora a borbotones los chorros de agua,
sabría jamás de mi paradero.
De repente, una pequeña luz se
encendió y pude vislumbrar una cara a través de la rendija por
donde salía; me dirigí hacia allí y, al alcanzarla, vi a Borja, con el
semblante serio. Al verme, levantó la mano en mi dirección y,
súbitamente, dos figuras se posicionaron a su lado. Eran ellos de
nuevo, el señor bajito y su cuidador; esta vez ambos sin expresión
alguna.
Ya apenas lograba a hacer pie; movía
las manos y las piernas para mantenerme estable aunque me resultaba
insoportablemente doloroso. El agua estaba demasiado fría y notaba
cada poro de mi piel desgarrarse a su tacto, como si miles de pequeñas
agujas se me fueran clavando una a una por todo el cuerpo y volvieran
a soltarse y clavarse en un bucle interminable. Mientras tanto, Borja
seguía impasible. Los hombres que le acompañaban le susurraban
ahora cosas al oído. Sin embargo, sus ojos estaban concentrados en
mí; me observaban como dos espectadores que disfrutan de una buena película en una sala de cine.
Mis extremidades comenzaban a
contraerse por la temperatura y una pequeña somnolencia empezaba a
abrirse paso. Temblaba y me hundía cuando mi cuerpo no respondía.
En varías ocasiones creí no poder volver a salir a flote. Mis
dedos empezaban a ponerse azules y apenas podía respirar
El agua estaba a punto de llenar todo
el cubículo, tan solo quedaba un palmo hasta el techo y fue
entonces cuando cesó el frío y, con él, los escalofríos. Mi cuerpo
aceptaba su destino. Y mientras la gravedad hacía su trabajo y la
oscuridad empezaba a envolverlo todo paulatinamente, lo vi de nuevo,
en esta ocasión solo, con una pequeña sonrisa dibujada en los
labios, la misma que suele poner cuando consigue algo que desea y,
cuando las fuerzas me habían abandonado por completo y la última
bocanada de aire que conservaba en los pulmones salió al exterior,
cerré los ojos y deseé regresar a ese mirador, a aquella tarde en
donde todo fue perfecto.
Director: Mikel Rueda
Protagonistas: Adil Koukouh y Germán Alcarazu.
Relato basado en la película.
IBRAHIM
Hacía
ya casi un día que había dejado atrás a Rafa, sentado, con el
brazo herido y con el corazón roto. El suyo lo estaba también. Su
mejor amigo, el único al que consideraba como tal, con el que había
sentido ciertas cosas que nunca había experimentado antes estaba
ahora lejos de él, en un país donde no le querían y del que
estaban a punto de echarle para lanzarlo de cabeza a otro lugar donde
no tenía nada ni a nadie. Sabía que había hecho lo que tenía que
hacer pero su corazón no le decía lo mismo.
No
estaba seguro de cuánto tiempo se pasó aferrado a aquellos hierros
que impidieron que se escurriera por debajo del camión pero eso no
era lo que le preocupaba; su cabeza no paraba de discurrir: ¿Y ahora
qué? ¿Cuál tenía que ser su siguiente paso? ¿A dónde debía
dirigirse? Tenía hambre, frío y sueño aunque carecía de dinero y
un techo en el que pasar la noche. La incertidumbre de si recurrir a
los servicios sociales sería una buena idea le acribillaba los
nervios. Estaba en otro país, pero… ¿y si la orden de expulsión
tenía vigencia también ahí? Entonces habría pasado por todo eso
en balde.
Lo
primero que tenía que hacer era conseguir algo para comer. Con la
barriga llena, las opciones fluirían mejor por su mente. Antes de
buscar comida, entró a un baño público para lavarse la cara e
intentar adecentarse un poco. Cuando terminó, salió dándole las
gracias al trabajador que le había dejado usar el servicio y empezó
a buscar un mercado. El que encontró era pequeñito pero tenía
fruta, verduras, un puesto de comida rápida... Los trucos que le
había enseñado Youssef le sirvieron para robar un par de manzanas y
una bolsa de papas recién fritas. No era mucho, pero sí suficiente
para mitigar la fatiga que tenía. Deambuló por las calles de
Toulouse durante varias horas, en un intento por poner sus ideas en
claro. Lo que tenía por seguro era que debía buscar algún marroquí
que le diera algún consejo sobre qué podría hacer allí. Fue
entonces cuando entre el vaivén de las calles escuchó una
conversación en español en medio del preponderante fluir galo.
Se
acercó lo más rápido que pudo para no perder la oportunidad de
conseguir algo de ayuda, pese a que sabía que su desconfianza y
timidez podrían jugarle una mala pasada; y, cuando estuvo a la
altura de los dos hispano parlantes, armándose de valor, se dirigió
a ellos sin titubear:
‒
¡Hola! ‒dijo un poco más fuerte de lo que deseaba‒. Me llamo
Ibrahim y sé que no me conocéis de nada y que esto no debe pasaros
muy a menudo, pero ¿podríais, por favor, escucharme unos minutos?
Los
dos chicos intercambiaron un par de miradas que no trasmitieron
muchas esperanzas, sin embargo, al final uno de ellos le contestó
desviando los ojos de su amigo y posándolos en él:
‒
Sí, claro ‒dijo muy bajito para luego hacer carraspear su garganta
y continuar hablando‒. ¿En qué te podemos ayudar?
‒
Acabo de llegar aquí, apenas hace unas horas, desde España, del
País Vasco, y no tengo dinero ni ningún sitio donde pasar la noche.
No os estoy pidiendo ninguna de las dos cosas, solo que no sé a
dónde debería ir para conseguir ayuda, ¿sabéis de algún sitio al
que pueda acudir?.
‒
Lo sentimos mucho ‒dijeron los dos prácticamente al mismo tiempo.
‒
Y bueno, no estamos muy seguros de qué podrías hacer ‒continúo
uno de los muchachos‒, pero podrías acudir al consulado. Quizás
allí pueden echarte una mano, aunque eso tendría que ser mañana
porque ahora seguramente no habrá nadie en el edificio.
‒
¿Y tenéis idea de dónde está? ‒preguntó Ibra con un deje de
alivio en su voz.
‒
No, no lo sabemos, pero podemos preguntar. Alguien tiene que poder
decirnos algo.
‒
No quiero molestaros más, no puedo pagaros con nada, ni siquiera
puedo invitaros a tomar algo porque no tengo con qué pagarlo.
‒
No te preocupes por eso; además no nos cuesta nada acompañarte y
preguntar por ti ‒le contestó sonriendo el chico que llevaba más
tiempo callado.
‒
¡Muchas gracias!, de verdad, ¡gracias! ‒les dijo Ibra mientras
empezaban a caminar.
No
tardaron más de una hora en dar con alguien que les facilitó la
dirección de la embajada de Marruecos en Toulouse. La persona que
les indicó cómo llegar era también marroquí; una señora llamada
Fara.
Cuando
hubieron conseguido la dirección, Ibra se despidió de ellos
preguntándoles por alguna manera de localizarlos para poder, algún
día, agradecerles como era debido lo que habían hecho por él. Mas,
sin embargo, uno de los chicos le paró de lleno en el momento en que
les dio la espalda para echarse a caminar:
‒
¿A dónde se supone que vas a ir? ‒le preguntó una vez hubo
conseguido que se diera la vuelta‒. ¡Tú te vienes conmigo a mi
casa!
‒
¡¿Estás loco?! ‒le reprendió su amigo en voz baja‒, ¡si no
le conoces de nada!
‒
¿Y qué quieres que haga? ¿Pretendes que le deje pasar la noche en
la calle? ‒preguntó con un tono de reproche en la voz.
‒No
es nuestro problema, ya le hemos ayudado bastante y no teníamos por
qué hacerlo. No me malinterpretes; a mí también me da mucha pena,
pero ir más allá está totalmente fuera de lugar.
‒
¡Eh!, ¡Ibrahim!, ¡espera!.
‒
Tu amigo tiene razón, no me conocéis de nada. Será mejor que os
marchéis.
‒
Sí, nos iremos pero tú te vienes conmigo. Ya nos hemos arriesgado
cuando decidimos ayudarte, sin saber si nos estabas mintiendo o no,
pero decías la verdad. Además, yo no podría dormir hoy tranquilo
sabiendo que mañana podría leer en el periódico que has aparecido
muerto ‒soltó con mucha calma‒. Tengo un sofá donde puedes
dormir. No es muy cómodo pero es mejor que nada y…, bueno, tendrás
comida que llevarte a la boca esta noche. Mañana por la mañana te
acompañaremos a la embajada y solucionaremos tu situación y si, por
lo que sea, no damos con una salida, te quedarás conmigo mientras
llega.
‒
Pero no tengo con qué pagarte ‒gritó con la voz quebrada.
‒
Bueno, pues ya negociaremos alguna manera para que me des las
gracias. Ahora vamos, que se hace tarde y tengo hambre y supongo que
tú también ‒zanjó su nuevo amigo.
Al
día siguiente, una vez desayunados y habiéndose cambiado de ropa
salió de casa, junto a su nuevo amigo, Aday, para dirigirse a la
embajada. A pesar de ser verano la mañana había amanecido bastante
fresca, así que el acompañante de Ibra se decantó por ir en taxi.
Al subirse le entregó un papel doblado al taxista:
‒
¿5 Avenue Camille Pujol? ‒preguntó
el taxista en francés‒.
¿Es esa la dirección?
‒
Sí, está bien. Gracias ‒contestó
Aday‒.
Al
llegar, se encontraron con un edificio pequeño, con la mayor parte
de color marrón, salvo por la parte inferior, donde estaba la
entrada, que era gris y en la que rezaba en lo alto: “Consulat
général du Royaume du Maroc à Toulouse”.
Entraron y al salir la vida de Ibra tenía todas las papeletas de ir
a mejor en poco tiempo.
Mientras
se solucionaba el caso de Ibra (un menor llegado a Francia sin
acompañante), permaneció en casa de Aday, a cambio de que le echara
una mano con las tareas de casa. En poco menos de dos meses Ibra
consiguió el permiso de residencia.
RAFA
Todo
había cambiado en su vida desde que Ibra apareció. Al conocerlo,
todas esas dudas y sentimientos encontrados respecto a Marta y, a las
chicas en general, se habían ido disipando por sí solas, igual que
una calle que se queda vacía tras una multitud. Sin embargo, ahora
ya no estaba y no sabía nada de él desde aquella noche en la que le
tuvo que ver marcharse porque no le quedaba otro remedio; lo único
que le quedaba era la mitad del amuleto de la amistad que le había
regalado en la playa, los lugares donde habían estado juntos y la
incertidumbre respecto a la suerte de su amigo.
Guille
sospechaba vagamente lo que pasaba. Quizás se había dado cuenta
mucho antes que Rafa de que sus afinidades eran distintas a la de los
otros y así se lo hizo saber una tarde en la que se fumaban un porro
en el tejado donde estuvo por primera vez a solas con Ibrahim.
Su
vida continuó con las mismas rutinas de siempre: clases, colegas,
entrenamiento y partidos de waterpolo... Tan solo una cosa más se
había hecho cotidiana en su vida y era la de visitar cada día un
lugar donde hubiese estado con su amigo. Al principio lo hizo por
añoranza, pese a que Guille le recordaba una y otra vez que no era
una buena idea, porque en su fuero interno deseaba encontrarse un día
con alguna nota o algún mensaje de Ibra donde le diría cómo dar
con él.
Sus
padres seguían ajenos a todo lo que le estaba ocurriendo.“Jamás
lo entenderían” ‒le
repetía a Guille cada vez que sacaban el tema‒,
y aunque deseaba encontrar ayuda de un adulto sabía que su única
esperanza era Alicia.
Alicia
había movido cielo y tierra para solucionar la situación de Ibrahim
una vez que supo por boca del propio Rafa que había huido del país
en un camión rumbo a Francia. Denunció a la Fiscalía por su mala
praxis y, después de mucho papeleo y batallar, consiguió que
revocaran la orden de expulsión que pesaba contra él y que
agilizaran su permiso de residencia. Cuando Rafa lo supo no cabía
en sí de alegría aunque la parte casi imposible de solventar sería
dar con su paradero.
Pasaron
algunos meses y él empezaba a sentirse mejor aunque a veces
recordara todo lo ocurrido; ya apenas iba a los lugares donde vivió
los mejores momentos de su vida y, de vez en cuando, era capaz de
quitarse el colgante y dejarlo a buen recaudo en su dormitorio.
Una
tarde, tras finalizar el entrenamiento, pasaron cerca del edificio en
cuyo tejado, hacía unos meses, había probado su primer cigarrillo y
decidió subir para descansar un poco antes de regresar a casa. No
llevaba mucho rato sentado, tirando piedras contra la misma lata
oxidada de antaño, cuando empezaron a caer pequeñas gotas que,
posiblemente y a sabiendas de cómo funcionaba en su pueblo el
tiempo, se convertirían en una tromba de agua de las buenas. Así
que salió disparado de allí para resguardarse de la inminente
lluvia.
Mientras
cenaban y escuchaba a su padre decir una de las tantas barbaridades y
sin sentidos que soltaba por la boca al ver el telediario, el móvil
sonó en su habitación. Terminó de cenar y ayudó a su madre a
fregar la loza; luego les dio las buenas noches y se fue a dormir.
Estando ya en la cama miró su teléfono y vio que tenía un mensaje
desde un número que no conocía y otro con un aviso de su buzón de
voz. El primero que abrió fue el del destinatario desconocido que
ponía simplemente:
“Hola
Rafa, supongo que ya ni te acordarás de mí, o puede que sí.
¿Mañana en la oficina de Alicia a las 15:00?”.
No
podía ser posible. Cómo iba a ser él. Debía de tratarse de una
broma de alguno de sus colegas que le había mandado el sms desde el
teléfono de alguno de sus padres. Ibra no sabía que ya no tenía
nada que temer por lo que ir a la oficina de Alicia sería una idea
estúpida para alguien que desconoce qué ha pasado en su ausencia.
Decidió dejarlo estar; ya ajustaría cuentas con sus amigos al día
siguiente.
Dejó
el móvil en la mesita de noche y apagó la luz pero justo antes de
cerrar los ojos recordó el segundo mensaje, así que volvió a
encender la lámpara y marcó el número del servicio del buzón de
voz.
“Sí,
soy yo, Ibrahim” ‒decía
una voz al otro lado‒.
Era la suya.
Sintió
una gran presión en el pecho. Se había quedado sin aire y las manos
no le respondían. Su cuerpo entero no le obedecía. En su cara no
había rastro de expresión. Toda la vorágine del principio, antes
de conocerle, volvió a él de golpe. La noche y la mañana siguiente
se hicieron eternas.
Guille
le acompañó. Necesitaba a alguien que sirviera de gancho con la
realidad, que le ratificara lo que fuera que fuese a pasar en unos
minutos. Al llegar a la puerta de la oficina se detuvo en seco. Esa
puerta y el interior del edificio le daban la impresión de estar
separados por un abismo infranqueable. Su gran amigo, que estaba a su
lado como cada día desde que se conocieron, le dijo muy despacio que
no podían quedarse fuera:
‒
Tenemos que entrar, Rafa, ¿o es que acaso ya no quieres verlo?
‒
Lo sé, pero... ¿qué puedo decirle? Ha
pasado tanto tiempo… ‒
susurró con cierta tristeza-.
‒
Ya lo sé, pero tenemos que entrar y ver qué es lo que pasa ahí
adentro. Vamos, yo estoy contigo.
Dos
minutos después, tras un intento inútil por aplacar sus nervios,
ambos entraron. A la primera persona que vieron fue a Elisa que, al
ver dos pares de zapatos delante de ella, levantó la mirada de entre
sus hojas y sonrió al ver que se trataba de Rafa:
‒
Están en el aula. Alicia le está poniendo al tanto de lo que ha
ocurrido. No deben tardar mucho más pero si lo deseas puedes entrar,
ya que me consta que lo tuyo no es tener paciencia en los momentos
de mayor tensión ‒dijo
riéndose mientras le guiñaba un ojo a Guille buscando complicidad.
‒
No, está bien así, me voy a sentar aquí mismo... No, en el
escritorio…, en la silla… Evidentemente no me voy a sentar encima
de tus papeles, quiero decir... ‒dijo
gesticulando como loco mientras daba vueltas de un lado para otro‒.
Bueno, me voy a sentar allí, en esa
silla....
‒
Tranquilízate, Rafa, ven, vamos a sentarnos ‒le
empujó Guille en dirección a los asientos.
Estaban
cada uno en un mundo distinto, ensimismados, tanto que ninguno se dio
cuenta del momento en el que Alicia e Ibrahim salían del aula.
‒
¿Qué pasa? ¿Es que no tienes más amigos? ‒le
gritó Ibra desde el umbral de la puerta.
Rafa
apartó la mirada del suelo y buscó la procedencia de la voz. Dejó
la silla atrás de un salto y se quedó de pie, mirándolo, como si
fuera una aparición. Estaba rígido, igual que la noche anterior
tras leer el mensaje.
‒
Creo que deberíamos salir y que nos dé un poco el aire mientras
ellos hablan. Luego os invito a tomar algo ‒les
sugirió Alicia a Guille y a Elisa.
‒
Sí, yo creo que es una buena idea. Chicos, os esperamos fuera ‒dijo
Elisa cerrando la puerta tras de sí.
Se
miraron mutuamente durante varios minutos. Ibra no sabía qué hacer;
no esperaba esa reacción de Rafa. No sabía cómo interpretarlo, si
como algo positivo o lo contrario. Finalmente, se armó de valor y se
acercó él primero hasta que la cabeza de Rafa quedó a la altura de
sus hombros. Acto seguido, vio como él se sacaba el colgante que
tenía por debajo de la camiseta y lo depositaba entre sus manos.
Luego de la forma más delicada posible y con los ojos anegados en
lágrimas Rafa le abrazó.
‒
Pero, ¿cómo es posible? ‒le
preguntó Rafa mirándolo aún con incredulidad‒.
Pensé que nunca más te iba a volver a ver.
‒
Yo también lo creía, pero al llegar a Toulousse conocí a un par de
españoles que se portaron muy bien conmigo, dejándome quedar en su
casa y ayudándome a solucionar mi situación legal. Hace poco me han
dado el permiso de residencia francés y desde que he tenido la
oportunidad he vuelto.
‒
¿Sabes ya que Alicia luchó como una leona para que te dejaran en
paz y te dieran el permiso de residencia aquí?
‒
Sí, de eso era de lo que estábamos hablando antes en el aula. Me ha
dicho que tengo que renunciar a uno de los dos permisos. Llevará
unos meses y mucho papeleo pero dice que ya está todo solucionado y
que puedo quedarme ya aquí si así lo deseo. Y no solo eso; se ha
ofrecido a que me quede en su casa con ella hasta que cumpla la
mayoría de edad y pueda decidir por mí mismo.
‒
Sí, eso quiere decir que me quedo, idiota ‒le
contestó Ibra mientras le revolvía el pelo.
Ibra
se quitó su colgante y lo unió al que acababa de ponerle Rafa entre
las manos.
‒
Creo que la última vez que nos vimos tú tenías un brazo mal herido
‒dijo
Ibra mirándolo a los ojos.
‒
Sí, y tú me lo intentaste curar como hice yo con tu rodilla en el
baño de mi casa, justo antes de..., bueno, ya sabes ‒dejó
la frase a medias.
‒
Justo antes de que nos besáramos, puedes decirlo, no pasa nada.
¿Recuerdas que cuando te di el colgante te dije que si alguna vez
las dos partes llegaban a separarse había que hacer lo imposible
para juntarlas de nuevo? ‒le
preguntó a Rafa-.
‒
Sí, lo recuerdo...
Y
mientras Rafa terminaba de hablar sintió el calor de los labios de
Ibra sobre los suyos, como aquella única vez en la noche en la que
se separaron. Acto seguido salieron de la oficina con el amuleto
unido de nuevo colgando en el cuello de Ibra.
El edificio estaba aparentemente vacío
, tanto así, que al quedarse quieto se escuchaba el murmullo de las
paredes, el crujir de las puertas, la musicalidad del viento al
atravesar los obstáculos de la indumentaria de las habitaciones y
pasillos. Las paredes de fuera eran de un blanco cegador y, donde
deberían estar las ventanas y los cristales, habían agujeros que se
sumergían en su interior. La entrada estaba unos treinta o cuarenta
escalones arriba y se rendían ante una puerta abierta, en donde se
vislumbraban dos siluetas que se me antojaban conocidas. Intentando
enfocarlos me di cuenta de que eran ellos de nuevo: el señor bajito
e inquieto y el otro, que debía de medir dos metros y que,
aparentemente, era su cuidador.
El primero llevaba consigo algo en la
mano y lo dejaba revolotear por encima de su cabeza mientras corría
de un lado para otro de la puerta de entrada mientras, que el otro,
se mantenía estático con los ojos clavados en mi.
Yo creía estar solo al principio de
las escaleras pero, al echar de nuevo un vistazo a mi alrededor, me
encontré a mi novio con la mirada fija en el cuidador. Le cogí de
la mano que tenía a mi alcance intentando apremiarle para que nos
marcháramos cuanto antes pero él no respondía a mis palabras, tan
solo se limitó a escrutarme fugazmente y a levantar su otra mano
para señalar a aquellos dos hombres. Súbitamente, empezó a subir
dejándome atrás, yo intenté ir tras él con la intención de
detenerlo mas mis pies no reaccionaban a lo que les ordenaba. Cuando llegó
a su destino, se situó al lado del hombre alto, me miró fijamente,
cogió la mano de su nuevo acompañante y desapareció de mi vista al
seguir al otro señor que hacía tiempo se había adentrado del
todo en las entrañas de aquel lugar. No fue hasta ese momento que
mis piernas pudieron ponerse en marcha.
Les seguí todo lo aprisa que pude; al
llegar a la entrada la claridad se dispersó dando paso una especie
de trampilla que se enterraba en las profundidades del edificio, en
medio había un tuvo que se elevaba por encima de toda aquella
oscuridad y que de alguna manera se convirtió en la única fuente de
luz cuanto más abajo iba descendiendo. No veía nada, solo escuchaba
una risa que debía proceder del señor bajito y unos pasos que
reverberaban y envolvían todo lo demás. Hubo un momento en que creí
darles alcance; saber que mi novio estaba a merced de aquellos seres
desconocidos me ponía los bellos de punta. Escuché mi nombre, era
como un débil susurro que llegaba a mis oídos arrastrado por el
viento y aquella tenebrosidad que,en una situación normal me habría
paralizado pero que en esas circunstancias no podía impedirme dar
con Borja y ponerlo salvo.
Estuve a punto de tocarlos y, por unos
instantes, algo parecido al sosiego me atravesó de pies a cabeza.
Sin embargo, ellos se alejaron de nuevo con la misma velocidad con la
que ese sentimiento de alivio salió disparado de mi cuerpo. No sé
exactamente cuánto tiempo me pasé corriendo en esa trampilla que
parecía no tener fin, solo era consciente de que ese sobreesfuerzo
no me cansaba y que la misma situación se repetía una y otra y otra
vez. Hasta que de repente, los tres se detuvieron , se agarraron de
las manos en medio de esa falta de luz a la que mis ojos empezaban a
acostumbrarse y, en el tiempo que se tarda en respirar, la silueta
del hombre más pequeño de desvaneció, las luces se dieron y su rostro apareció pegado a mi cara, con una sonrisa carente de dientes, labios agrietados y unos ojos grises y grandes. Ese ser me
agarró de la mano, se despidió de su cuidador , esperó a que se
diera la vuelta y se llevara a mi novio con él. Acto seguido, me
arrastró trampilla arriba, me expulsó del edificio y cerró las
puertas dejándome afuera, donde la oscuridad se había instalado y
la única luz que me acompañaba era la del interior donde Borja
estaba sentado en una silla, franqueado por esos dos individuos.
-¿Eso es todo?-preguntó Ruth al
terminar la sesión-.
-Sí, eso es todo, o al menos lo que
consigo recordar.
-¿No ha variado nada desde la semana
pasada?
-No, todas las noches es el mismo
sueño, en el mismo orden.-Respondió él mientras se levantaba de la
silla-.
-Está bien, no te desesperes. Poco a
poco iremos encontrando respuestas al porqué de este sueño. Sigue
escribiendo a diario cualquier variante, cada vez encuentras más
detalles y eso significa que vamos haciendo progresos. Te veo la
semana que viene a la misma hora que hoy- dijo ella mientras se
levantaba para abrir la puerta-.
-Vale, pues hasta la semana que viene-
se despidió sin mirarla a la cara-.
En la sala de espera estaba Borja
aguardando por él para llevarlo de vuelta a su habitación y
quedarse a su lado hasta que finalizará el horario de visitas.
Estos últimos días cae la lluvia,
Sopla el viento.
Se humedece la tierra y las calles se anegan.
Las personas se congregan en busca de refugio,
De calor humano.
La marea se revela enojada,
Se lleva consigo la arena.
Las playas se quedan desnudas,
Al verlas se me antojan ajenas.
Vistos desde abajo parece que los edificios lloran,
Que los hogares lavan sus penas.
Se abren las ventanas y el frío que se cuela
Desahoga la vida, alivia la carga.
Sí, en estos últimos días de invierno cae la lluvia y sopla el viento.
La existencia se torna gris en estos últimos días de invierno.
Eran poco más de las dos de la mañana
y las cortinas hondeaban delicadamente con una fina corriente de aire
que entraba por la ventana entreabierta; fuera todo estaba oscuro y
quieto y dentro, la habitación era silencio. Él disfrutaba de las
mejores horas de sueño y, ajeno a todo cuanto podría acontecer a su
alrededor, continuaba imperturbable. No sabía el motivo exacto pero
siempre tuvo miedo a la oscuridad, era esa la razón por la que tenía
siempre a su alcance los interruptores de la luz, de las lamparas que
estaban dispuestas a ambos lados de la cama, así como velas y una
linterna diminuta guardada en el cajón de su mesita de noche.
Durante mucho tiempo cuando iba a
dormirse notaba que alguien le acompañaba mientras yacía en su
cama; normalmente le sentía apartado, como si estuviera en un rincón
cualquiera del cuadrado que formaban esas cuatro paredes. Sin
embargo, otras veces le notaba cerca, de pie a su lado o con la cara
pegada a su oreja. Una noche mientras descansaba, cerca de las tres
de la mañana, se despertó de golpe, alguien o algo se le había
echado encima y le presionaba contra el colchón mientras le gritaba
cosas ininteligibles a la cara. No podía moverse y la voz se le
cortaba mientras intentaba llamar a su padre que dormía en su
dormitorio al otro lado del pasillo. Pasados unos segundos, todo
volvió a la normalidad, el encendió rápidamente todas las luces y
se metió en la cama de su padre para poder seguir durmiendo.
Después de esa noche, aprovechaba las
horas del día que tenía libres para recuperar las horas de sueño
que tenía atrasadas por el miedo que le daba el cerrar los ojos
cuando el sol iluminaba el otro lado del globo y dejaba en total
penumbra la parte que el habitaba;hasta que un buen día eso cambió
e, incluso, las horas diurnas dejaron de ser seguras.
Estaba viendo una serie de televisión
por el ordenador, en su habitación, unos minutos antes había
terminado de hacer la comida y la había dejado reposando un poco
para poder comer más tarde, así que lo puso en pause y salió a la
cocina para coger la bandeja con un plato de pasta, un bol de sopa
caliente y un vaso de agua. Antes de entrar en su cuarto de nuevo,
escuchó algo similar al ruido que hace una canica que se cae al
suelo y rueda libremente. Dejó lo que portaba en las manos encima
del escritorio y regresó al salón para comprobar que no se había
caído nada al suelo y , efectivamente, todo permanecía en su sitio.
“ Será el viento o alguna puerta que el vecino de arriba se ha
dejado abierta porque ellos no están ahora mismo en casa”-se dijo
para si mismo-. Acto seguido volvió al dormitorio para seguir con lo
que estaba apunto de hacer antes de ser interrumpido. Entró, se
sentó y justo en el momento en que se metía la primera cucharada de
sopa en la boca el mismo ruido, con igual procedencia, reclamó su
atención. Se levantó, salió de nuevo y todo seguía igual que unos
minutos atrás. Empezaba a tranquilizarse cuando había terminado el
entrante y comenzaba a darle buena cuenta al plato con la pasta, pero
el ruido regresó. Esta vez el se quedó en el salón y estando de
pie ahí en medio oyó la repetición. Rápidamente descolgó el
teléfono fijo y marcó el número de su madre, que vivía cerca de
allí pero en otra casa, para que fuese a la suya a buscarlo. Unos
minutos más tarde su madre llamó al timbre, entró en el salón,
rezó una oración y antes de terminarla tenía los pelos de los
brazos erizados y los ojos lagrimosos. Unas semanas más tarde
tuvieron que mudarse porque su padre y su pareja de por aquel
entonces habían tenido experiencias mucho más fuertes que la suya.
Durante algún tiempo no volvieron a
repetirse ese tipo de episodios.
Hoy han de llover estrellas porque no he de llorar por penas, hoy te haré el amor? yo, el enamorado poeta con letras de mil poemas mientras el sol paga su condena.